En la película Magnolia (1999), del director Paul Thomas Anderson, Tom Cruise interpreta a un estrambótico merolico machista que imparte cursos de autoayuda a hombres con baja autoestima, y cuyo padre moribundo es la causa de todas sus desdichas. Por esa actuación, Cruise fue nominado al Óscar, por tercera ocasión.

 

La cinta plasma la insoportable levedad de una serie de personajes, quienes, enmarañados en una trama de anhelos e intersecciones, descubren poco a poco su vacío existencial, con la esperanza de ganar una vida más digna.

 

En el momento en que los personajes asumen sus carencias, las posibilidades se abren. Un ejemplo de ello es el llanto inconsolable del personaje que encarna Tom Cruise ante su padre, sobre quien momentos antes había descargado todos sus resentimientos. Las escenas finales sirven para que los personajes entiendan que no les queda sino aprender a vivir con la falta, el vacío insaciable.

 

Tanto en la vida real de Tom Cruise, como en el personaje que encarna en la película se pueden hallar curiosos puntos de concordancia con la cienciología, una religiosidad pretendidamente científica, creada en 1950 por el escritor de ciencia ficción estadunidense Lafayette Ronald Hubbard, pues el actor es uno de sus adeptos más famosos.

 

De acuerdo con su propia página web (http://www.scientology.org.mx), ciencielogía (o scientology, como prefieren llamarla sus fieles) es: “una religión del siglo XXI y abarca un extenso cuerpo de conocimientos que se deriva de ciertas verdades básicas (…) la principal es: el hombre es un ser espiritual dotado de habilidades que van mucho más allá de lo que normalmente se imagina. No sólo es capaz de resolver sus propios problemas, lograr sus metas y conseguir felicidad duradera, sino también de alcanzar nuevos estados de conciencia que quizás nunca soñó posibles”.

 

Scientology se autodenomina como religión (y también como un “saber cómo saber”), con su conjunto de creencias, de entre las que destacan un ser supremo (la octava dinámica) y un ámbito espiritual e inmortal (thetán o la séptima dinámica) que trascienden lo humano, así como prácticas litúrgicas, de entre las que destacan las “audiciones” y los cursos de superación fundamentados en Dianética: la ciencia moderna de la salud mental. Cuenta también con una feligresía de varios miles de adeptos en prácticamente todo el mundo, la cual sustenta -desde luego- el financiamiento de la iglesia.

 

La cienciología aclara, sin embargo, que no propaga dogmas de fe ni se fuerza a sus adeptos a creer en ellos. Asegura también que sus verdades son evidentes y fácilmente demostrables, incluso con auxilio de la tecnología y del método dianético, de ahí que se reclama como científica: “En Scientology, se hace hincapié directamente en la aplicación exacta de sus principios para el mejoramiento de la propia vida y del mundo en que vivimos”.

 

Unir (o enfrentar, da lo mismo) ciencia y religión es una misión imposible, pues se hallan en niveles argumentativos completamente opuestos. Mientras la primera exige ver para creer, la segunda demanda exactamente lo contrario: creer para ver.

 

En cambio, el diálogo entre ambos saberes sí que es posible y hasta plausible, siempre que se dé en el marco de lo cultural, pues el quehacer de la ciencia no estriba en demostrar las falacias de los otros saberes, bastante ocupada está ya con tratar de probar lo que sostiene.

 

Se puede afirmar que la ciencia es el resultado de que la humanidad trate de explicarse la realidad sin recurrir a lo divino. La religión, en cambio, si bien hubo un tiempo en que pretendió ser la única explicación exacta del ser, el Universo, las cosas, la vida y la humanidad, en el fondo no tiene más propósito real que atenuar la angustia que la muerte nos provoca a los seres humanos.

 

Es por esta razón que todas las religiones propagan la inconsecuencia (o negación) de la muerte. Todas ellas ofrecen la vida eterna, ya sea en paraísos de premiación o en infiernos de castigo, o en el retorno incesante y karmático de la reencarnación, o en el carácter inmortal del alma, la mente o el espíritu, sin que hasta la fecha haya vuelto nadie de allá para explicarnos cómo es o pudiera ser aquello.

 

Por cierto, hasta hace muy poco, la Iglesia Católica decretó la inexistencia del purgatorio y evidenció –tal vez sin darse cuenta- que somos los seres humanos quienes creamos simbólica e imaginariamente lo divino y no al revés.

 

 

 

 

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