Cuando en el siglo XX Nelson Mandela, después de una lucha de cuatro décadas, derribó el apartheid en Sudáfrica, parecía que la humanidad había erradicado de manera definitiva la discriminación racial patrocinada por el Estado. Quién hubiera pensado que, en tierras de Martin Luther King, uno de los luchadores sociales más influyentes de la historia, esta odiosa figura del racismo legalizado reaparecería en Arizona, con una ley anti-inmigrante parcial y vergonzosamente aprobada por la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, que amenaza además con expandirse a varios estados más de aquella nación.

 

 

El racismo, y su más depurada expresión, el fanatismo, han acompañado al homo sapiens desde sus inicios. Su origen es genético, y todos tenemos programada esa respuesta ante una amenaza percibida a nuestro grupo social, tal y como, ante el rugido de un león, nuestro instinto es huir. Pero la historia y la civilización nos han dado armas para superar estos mecanismos de defensa, que resultan no sólo innecesarios, sino perniciosos en la sociedad moderna. Los avances del conocimiento humano son mucho más veloces que el proceso darwiniano de selección natural, y por ello nos quedan estos resabios. La sociedad misma ha diseñado maneras de canalizar estos instintos de manera inofensiva, a través, por ejemplo, del deporte organizado, aunque hasta en esta actividad a veces asoman los excesos.

 

Sin embargo, las expresiones de retroceso que vemos en el mundo son preocupantes en extremo. En Estados Unidos, el alguacil Arpaio es apenas una expresión de intolerancia que se da, pero hay otras. Las más incomprensibles tienen que ver con religión, de ahí la influencia creciente del Tea Party, el partido del té, el ala más conservadora del Partido Republicano, cuyo apoyo busca, necesariamente, Mitt Romney, el candidato presidencial de ese partido, y que está basada en un mal entendido cristianismo estricto, que pretende imponer sus ideas, no sólo a las minorías, sino también a las mayorías.

 

 

Claro que todo lo anterior es un juego de niños ante los regímenes islámicos, donde los derechos de la mujer no existen. Cuando a nombre de la religión los talibanes envenenan niñas en Afganistán por el gravísimo pecado de ir a la escuela, y el mundo lo permite, algo anda muy mal. Porque este no es el Islam que enseña el Corán, el de los sultanes y el de las Mil y una noches, el tolerante de judíos y cristianos que dominó parte de España durante siglos, pero que dejó parte de su enorme acervo cultural y lingüístico para enriquecernos. Este es el Islam fanático, que envuelve a niños en dinamita y los hace explotar en mercados tratando de exterminar al grupo racial rival. Es el Islam iraní que a causa de la descarnada dictadura del Sha, ahora, en reacción pendular, quiere armas nucleares. Es el Islam de Al-Qaeda y de las Torres Gemelas.

 

En Europa, los neonazis, los hooligans y los cabezas rapadas aterrorizan a los inmigrantes y renace el antisemitismo. La violencia, pues, asoma la cabeza por todo el planeta, como sello de nuestros tiempos.

 

Pero, por lo menos en nuestra esquinita del mundo, es tiempo de optimismo. Hoy hay elecciones, y, gane quien gane, hay esperanza para que, en el futuro de México y del mundo, se imponga el espíritu humanístico y con él, el equilibrio.

Y así.

 

@jorgeberry

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