Son las cuatro de la mañana y la Central de Abasto comienza a cobrar vida, el ruido ensordecedor de cortinas metálicas que suben anuncia que las bodegas abren y alerta la formación de “diableros” y cargadores para esperar que alguien solicite sus servicios.

 

 

En la fila aguarda Jorge, un niño de nueve años de edad, quien junto con su padre llegó a “ganar lugar” a las tres y media de la mañana con la esperanza de que en alguna de esas bodegas soliciten sus servicios como cargadores a cambio de unos pesos.

 

 

Hace tiempo que el padre de Jorge trabaja “de fijo” en la Central de Abasto como “diablero” oficial, pero lo que gana no es suficiente para cubrir los gastos de su hogar, por ello, dice el padre del pequeño, se ve obligado a llevar a su hijo para que lo ayude.

 

 

Entre la fila de aproximadamente 25 personas adultas, Jorgito y David son los únicos menores, quienes además de cargar costales de frutas y verduras van por el refresco, la torta, el café o por el tamal. Chiquitos y veloces cumplen los mandados a cambio de una propina.

 

 

David es tímido, rehúye la plática. Jorge charla entre carreras y mandados. Confiesa en tono bajito que por 60 pesos de “sueldo” traslada cien costales de fruta o verdura, desde el punto de descarga de los camiones hasta la zona de bodegas, donde más tarde llegarán a comprar los consumidores.

 

 

Son las cuatro y media de la mañana y Jorge ya cumplió poco más de la mitad de su “cuota” de costales, pese a que apenas lleva tres bultos por cada viaje en el “diablito” viejo con llantas torcidas. El sudor que cubre su rostro y sus expresiones ya delatan el cansancio.

 

 

Sin chamarra, es evidente que su peso y estatura está muy por debajo de la talla de un niño de su edad. Cumple con los estándares que indican organismos internacionales: “muchos niños que trabajan no se desarrollan bien físicamente por la mala nutrición que tienen”.

 

 

La pregunta obligada fue si ya había desayunado. Su rostro dio la respuesta. Primero es llegar a la Central de Abasto y ganar lugar como cargador para llevar los bultos entre pasillos húmedos y malolientes, entre cajas y desperdicios de comestibles.

 

 

Ese es el recorrido que Jorge hace todos los días, en el que va y viene infinidad de veces, las suficientes para ganarse los 60 pesos que entregará íntegros a su papá para comprar lo necesario y que coma la familia, incluidos su madre y sus cinco hermanos menores.

 

 

Cuando termina su jornada laboral, cerca de las siete de la mañana, Jorge corre a un cuarto pequeño y frío del mismo lugar. Rápidamente se pone el uniforme escolar, pasa al puesto de tamales por su amigo Pepe para irse juntos a estudiar, si es que el cansancio, el sueño y el hambre les permiten concentrarse.

 

 

 

Jorge, Pepe y David forman parte de los tres infantes de los casi 3.2 millones de niñas, niños y adolescentes que trabajan en México en situaciones de riesgo; al igual que Adriana, originaria de Guerrero y José, de Oaxaca.

 

 

Adriana tiene 15 años de edad. Cada año sale junto con sus padres desde su comunidad rumbo a los campos de Culiacán, Sinaloa, en donde de noviembre a mayo trabaja de las 10 de la mañana hasta las cinco de la tarde en el corte de jitomate, cebolla o chile.

 

 

Aun cuando no sabe leer ni escribir y no asiste a la escuela, tiene la ilusión de ser maestra, “alguien en la vida”; se rebela a la idea de que “desde chiquitos” trabajen como ella que lo hace desde los 10 años de edad, pues considera que “no está bien que lo hagan, los niños deben jugar y estudiar”.

 

 

Sabe que en los sembradíos, en donde pasa más de la mitad de su vida, los niños corren peligros: “se desmayan por tanto calor que hace y porque no comemos”; se lesionan con el “cúter que usamos para cortar” o son arrollados por los tractores.

 

 

Adriana no sabe cuánto gana por jornal, sólo sabe que tiene que cortar y cortar para llenar las 10 “cajas bien grandotas”, de aproximadamente 25 kilos, ya sea de cebolla o chile o de jitomate.

 

 

Su padre le da 50 pesos, para “comprarme lo que necesito y lo que me gusta”. Él acuerda el pago por las ocho horas de jornal que cumplirá de sol a sol junto con toda su familia, incluso sus hermanos pequeños.

 

 

José, un jovencito de 15 años, cursa el segundo semestre de la preparatoria. Comenzó a trabajar desde los siete u ocho años de albañil y en el campo, sembrando maíz, cortando caña, aplicando herbicidas y fertilizantes.

 

 

Igual que otros menores de edad trabaja porque “falta el dinero en la casa”. En su caso, lo que percibe lo aporta para sus abuelos, a quienes mantiene por falta de un adulto que lo haga.

 

 

Su jornada inicia antes de irse a la preparatoria, a las seis de la mañana y hasta las 12 del día corta toda la caña que puede, la meta es una tonelada para cobrar 50 pesos.

 

 

José coincide en que los niños no deben trabajar sino estudiar y disfrutar de su infancia, “debemos jugar y aprovechar el estudio para ser alguien en la vida”, y no por ser menores de edad “explotarnos”, pero la necesidad va más allá del deseo.

 

 

Hoy, Día Mundial contra el Trabajo Infantil al igual que Pepe, Jorge, David, Adriana, José, Yesenia y Beatriz, millones de niños están laborando en campos de jitomate o en cruceros, en bodegas como cargadores o limpiando casas; trabajo al final de cuentas, no juego ni estudio.