¿Dónde están los aros olímpicos? Pregunta planteada por visitantes, periodistas, atletas, curiosos… Situación que extraña a todos, menos a quienes de aquí son o aquí viven (sitio del que casi nadie es y al que, por ende, todos prontamente pertenecen).

 

Cultura y ciudad en las que bajo flemático pretexto de fingir que nada asombra o impresiona, se coloca gesto de cálculo, de poner las cosas en perspectiva, de no desbordar emociones. Quizá por ello los británicos a menudo esconden en un clóset ciertos gustos y devociones.

 

El período victoriano les impuso ir de lo prudente a lo estoico, pero además, su condición insular les añade características muy particulares a la hora de interactuar (debo decirlo: algunos comportamientos ingleses me recuerdan a los que tuve el privilegio de notar mientras vivía en otras islas, Japón, en el 2002).

 

Pero hablábamos de sus pasiones encubiertas en un armario y fácilmente podemos mencionar dos: Olímpicos y Jubileo de Diamante.

 

Si preguntamos aleatoriamente por las calles respecto a los Juegos que comienzan en menos de dos meses, el común de los londinenses responderá subiendo una ceja (gesto imprescindible en su hablar) y enumerando las prioridades de gasto que han sido desplazadas por construir estadios y organizar un jolgorio al mundo.

 

Incluso se quejarán con tono indignado y fatalista (el cual también combina de maravilla con el acento británico) sobre el desastre en que se convertirán las avenidas despojadas de un carril restringido para familia olímpica, sobre las aglomeraciones que implicarán largas hileras para entrar al metro, sobre el caos que –aseguran– será su ciudad, sobre la mercantilización del deporte.

 

Y después revisaremos la cantidad de aplicaciones para boletos olímpicos y nos costará dar crédito. Pese a que los precios han sido más elevados que en justas anteriores, el nivel de demanda representa un récord que, me atrevo a decirlo, permanecerá por décadas. Apatía o antipatía para referirse a Londres 2012, pero una quinta parte de quienes viven en esta metrópoli ha intentado conseguir boletos. Indiferencia o molestia olímpica, pero esta urbe es tan heterogénea que lo mismo hay quien desea ir a halterofilia, que a esgrima o equitación.

 

Cuesta creerlo, en la cuna del futbol moderno: los únicos eventos que quizá requieran de relleno en las gradas (y para ello la tradición es rifar localidades o vaciar escuelas) serán algunos partidos preliminares como Corea del Sur contra Gabón. Es un pueblo tan acostumbrado a ver futbol de máxima calidad, que no tendría por que suponer entusiasmo especial que la sub-23 de Bielorrusia u Honduras disputen algún cotejo por muy olímpico que resulte.

 

Tal como sucede con los boletos, las cifras de aplicaciones para ser voluntarios o portar la antorcha, no tienen precedentes. Dicen que no desean Olímpicos, pero al mismo tiempo sí quieren estar cerca de ellos. O sea, aficionados de clóset y con una discreción que hubiera enorgullecido a la reina Victoria. Aplicaría con facilidad aquel episodio de la batalla de Waterloo, bajo el que se buscaba educar a los ingleses para jamás salir de control.

 

Lord Uxbridge, ejemplo de modales bajo el peor de los dolores, dice: “By God, Sir. I´ve lost my leg” (Por Dios, señor. He perdido la pierna), a lo que el igual de flemático Duque de Wellington responde: “By God, Sir. So you have” (Por Dios, señor. Así ha sido). Conversación bajo tronar de balas, quizá dentro de una trinchera, refiriéndose a una trágica amputación, pero tan comedida y formal como si se tratara de un diálogo sobre la reproducción de los insectos o recetas de cocina.

 

La actitud hacia los Olímpicos es similar a la que se ve este fin de semana con motivo del Jubileo de Diamante de la reina Isabel II. Los ingleses se quejan recurrentemente de la familia real, cuánto cuesta, cuántas propiedades tiene, lo desapegada que vive de la dura realidad, tener que hacer colecta para mantener palacios sin tocar los cuantiosos ahorros de Su Majestad… Pero al mismo tiempo, son uno de los pueblos más monárquicos que se puedan encontrar.

 

Toda persona con la que he hablado que alguna vez haya conocido a la reina, me ha dicho con semblante solemne y ojos conmovidos, algo así como “una gran mujer”, “vaya modelo de dignidad”, “sabe hacerte sentir tan especial”, “es un orgullo tenerla”. God Save the Queen no sólo es entonado en su himno (alguna vez desafiado por los Sex Pistols), sino que además la mayoría siente esa necesidad de tener a salvo a la monarca y cabeza de la Iglesia Anglicana.

 

Ya después los tabloides son felices con los constantes escándalos de la realeza y allegados, que van de la hermana de Kate Middleton (la famosa por voluptuosa Pippa) en frenesí en un antro, hasta el príncipe Carlos diciendo a un oficial “me arrestarían si bajo ese cierre” en alusión a una rubia que portaba un vestido con largo zipper en la parte frontal.

 

Y luego toda prenda que porte Kate se agotará en cuestión de minutos; y se publicará el menú de cada recepción que se organice en Windsor o Buckingham; y el príncipe Carlos dará el clima en televisión; y las revistas más variadas (serias y sensacionalistas) pelearán por algo que decir de los royals; y Camila Parker, poco a poco perdonada por haber desplazado a Diana, conmoverá reunida con niños; y Harry será destacado por sus diplomáticas artes en Jamaica, cuando él en realidad hacía lo que todo muchacho de su edad soñaría: una carrerita con Usain Bolt, un canto con la viuda de Bob Marley, un baile con exuberantes morenas caribeñas, sonrisas y carnaval.

 

La fascinación por la realeza británica supera –y resulta demasiado decir– a las quejas que en otros momentos genera. Un millón de personas presenciarán el desfile de la reina por el río Támesis; las banderas británicas decoran cada rincón de Londres; el Jubileo de Diamante es genuinamente una fiesta nacional; por dos días será casi imposible entrar en coche al centro de Londres.

 

Como con los Olímpicos, los ingleses también son amantes de la realeza escondidos en un clóset. Y más allá de Inglaterra, tras su frontera norte, un patriótico abogado de la independencia escocesa como Sean Connery, terminó por aceptar el grado de Sir saliendo de la reunión con Su Majestad con el gesto iluminado ya descrito: “es uno de los días que más me han enorgullecido en mi vida”.

 

Tanto les apasiona que, como cultura hegemónica que han sabido ser, contagian al mundo su obsesión monárquica y la tercera postal más comprada por turistas en Londres lleva el rostro de alguien de la familia real. Añadamos que el beso de William y Kate es considerado imagen londinense del 2011.

 

Jubileo y Olímpicos. Dos eventos, que por todo lo demás, y masas al margen, dirán que no les interesan.

 

@albertolati

 

 

 

 

 

 

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.