Toda ciudad con más de un equipo tiene un derby, y más bien lo atípico sería que entre vecinos no exista rivalidad. Lo que hace distinto al caso madrileño, donde Real festejó la semana pasada y Atlético ésta, es que los contendientes no coincidan ni en el sitio donde festejan.

 

¿Por qué accidentes históricos la majestuosa Cibeles, diosa de la Madre Tierra, patrona de leones que desfilan bajo su carroza, tenía que ser merengue o madridista? ¿Por qué caprichos del destino, Neptuno o Poseidón, tan poderoso y suficiente gobernando aguas y mares, es colchonero o atlético?

 

A diferencia de muchos clubes del mundo, los dos principales de la capital española carecían de sitio de celebración hasta bien entrados los años ochenta. Ni la Puerta del Sol que marca el kilómetro cero, ni la Plaza Mayor más merodeada por turistas que por locales, ni alguna otra glorieta o explanada de Madrid, estaban tradicionalmente asociadas con verbenas futboleras.

 

Esto cambió durante la noche del 18 de junio de 1986, mientras la selección española goleaba a la temible Dinamarca en Querétaro, dentro del Mundial México 86. Emilio Butragueño anotó cuatro goles y por siempre quedó aferrado por sus gestas a la cancha de La Corregidora, pero al mismo tiempo marcó a la Cibeles. Los aficionados españoles celebraron espontáneamente en dicha plaza. Al relacionarse selección española con Real Madrid –siempre ha sucedido pero más esa vez por la cantidad de merengues convocados- los blancos heredaron de forma inmediata a la Cibeles, que lo ha llegado a lamentar al haber quedado manca a consecuencia del hooliganesco festejo de algún título.

 

Por esos años, el Atlético fue comprado por un personaje llamado Jesús Gil y Gil, quien prometía que pronto sería desplazado el Real como grande de España, que las glorias a partir de ese momento serían rojiblancas.

 

Pasados unos años, el Atleti se metió a una final de Copa del Rey y en alguna entrevista el controvertido Gil fue consultado si estaban listos para festejar en la Cibeles, a lo que salió del paso afirmando que “de ninguna manera, la Cibeles es madridista, nosotros vamos a la Neptuno”.

 

Así, separadas por no más de 400 metros, cada escultura terminó por ser afiliada a un equipo y, si algo pudieran decirse desde sus respectivas fuentes, seguramente Neptuno se burlaría de Cibeles por no tener que ser montado e invadido de forma tan recurrente (aunque el Barcelona ha hecho mucho en los últimos años para darle cierto descanso).

 

Pero más allá de glorietas o divinidades antiguas, la esencia de estos clubes es muy distinta. A la soberbia e insaciabilidad madridista (resort en el Golfo Pérsico, derechos de televisión negociados sin solidaridad con sus más humildes rivales, clubes de socios en cada confín de la tierra y la vitrina de trofeos más amplia que pueda hallarse), sus vecinos responden bajo la frase existencialista de,“¿por qué somos del Atleti?”, duda que difícilmente corroería al imaginario colectivo madridista. Esa pregunta, planteada en un anuncio del club por un niño harto de tanta derrota y frustración, dice demasiado.

 

El Atlético, casi siempre nostálgico de su pasado, es el mala suerte del futbol español (no lo digo yo, lo dijo su presidente más emblemático Vicente Calderón), el que suele prometer más de lo que entrega, el que tiene además la afición más fiel –y algo masoquista- en el firmamento ibérico… O como dice Joaquín Sabina en la canción del centenario: “¡Qué manera de subir y bajar de las nubes!” o “¡Qué manera de sufrir!” o “¡Qué manera de aguantar!” o “¡Qué manera de morir!”, renglones todos que no presumiría o clamaría algún club… A menos que de tanto padecer dicho club haya asumido que su esencia es adolorida y mejor llevar el dolor con dignidad y orgullo.

 

El asunto es que la semana pasada el Madrid invadió a la Cibeles tras ganar la liga, y ésta el Atleti profanó al Neptuno tras conquistar la Europa League. Tanto afán de diferenciación que ni glorieta de festejo podían compartir.

 

@albertolati

 

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