El mundo festeja el fin de la impunidad para jefes de estado: Charles Taylor, ex presidente de Liberia, ha sido declarado culpable por el tribunal de La Haya y mientras presenta algún recurso y se resigna a alguna celda, habrá que recordar que un futbolista fue el primero en exigir al mundo que frenara sus crueldades, que juzgara sus brutalidades.

 

Era 1995. Por un lado, en Italia, el liberiano George Tawlon Manneh Oppong Ousman Weah se convertía en mejor jugador del planeta, en merecedor de todos los premios como máxima estrella del año: fulminante, talentoso, desequilibrante, con un inimaginable balance entre elegancia y potencia cuyo desenlace casi siempre era el gol. Por otro lado, el pueblo liberiano padecía una de las más sádicas guerras civiles que la humanidad haya visto. Triste analogía, porque más crecían los alcances de Weah y más se desmoronaba su tierra entre capos de guerra que tenían en los diamantes manera perfecta de seguir riñendo: diamantes por armamento, diamantes por municiones, diamantes por todo lo que pudiera matar… Y occidente, cómplice al comprar las mentadas piedritas y financiar la interminable guerra.

 

Años atrás, Weah había explotado su talento en parte porque el dictador en turno de Liberia, Samuel Doe, amaba el futbol e invertía grandes cantidades en este deporte: giras por Sudamérica, estadios, recursos. Cuando Weah ya brillaba en el futbol francés, Doe fue asesinado.

 

Todavía pasó un tiempo sin que el futbolista se activara políticamente, sin que su procedencia liberiana se relacionara con algo más que exotismo o la pena de no poder verlo en Copas del Mundo. Todo cambió después de un encuentro con Nelson Mandela. Weah empezó a luchar por la paz, a describir la carnicería que vivía su tierra, a aprovechar su fama para criticar a la ONU: “envíen pacificadores, frenen la masacre, no cierren sus ojos a lo que pasa en Liberia” era el nuevo discurso entre gol y gol.

 

Al poco tiempo, su casa en Monrovia fue saqueada por fuerzas de Charles Taylor. El mensaje del capo de guerra devenido en tirano resultaba tan claro como cínico: el lujoso coche de Weah conducido públicamente por un asistente de Taylor en obvia lección a todo opositor. A la vista las consecuencias de criticar al dictador. Más aún, se dice que en el ataque a la mansión de Weah, dos familiares del jugador fueron violadas (algo creíble, considerando las prácticas de este monstruo y sus secuaces).

 

Lejos de huir, Weah insistió en jugar para su selección y radicalizó posturas anti-Taylor. Iba a campamentos rebeldes a fin de exhortar a las milicias (“cambien armas por balones” su lema). Al tiempo, se convertía en benefactor del equipo liberiano: sueldo de entrenador, primas, hoteles, uniformes, médico, canchas de entrenamiento, todo lo financiaba en un equipo que antes no tenía ni agua para hidratarse.

 

La abuela de Weah, con quien había crecido el futuro delantero del Milán, tomó aura de santa y antes de los partidos importantes el plantel liberiano peregrinaba por su casa para ser bendecido. Ahí podían dormir y comer los jugadores, en ese polvoriento pueblo tenía su central la selección.

 

Derribado Taylor y escondido en Nigeria, Weah utilizó su poderosa imagen para exigir que el tirano fuera llevado a los tribunales por crímenes contra la humanidad (se le acusaba de asesinatos, violaciones, esclavitudes sexuales y reclutamiento de niños soldados, además de financiar la guerra de Sierra Leona).

 

Finalmente lo consiguió y decidió postularse a la presidencia en el 2005, aunque cayó por reducido margen ante Ellen Johnson Sirleaf, la primera mujer africana en llegar a esa posición.

 

Weah proviene de la etnia Kru, antaño la más odiada por los esclavistas. Sus antepasados morían matando o se suicidaban antes que ser capturados y embarcados rumbo a las plantaciones del sur estadounidense.

 

Esa ideología Kru reivindicaba pero con voluntad integradora: no más conflictos entre etnias, no más división entre religiones, clamaba quien nació cristiano, se convirtió al Islam y regresó al cristianismo.

 

La historia de Liberia es tan contradictoria como su nombre: la tierra de los libres (fundada por esclavos afroamericanos liberados y enviados de vuelta a África) se convirtió desde un principio en cuna de la esclavitud más irónica. Estados Unidos creía limpiar su conciencia al mandarlos de vuelta, pero generaba un peor desastre.

 

Esos afroamericanos sometieron al resto de la población liberiana y siguieron vistiendo hasta hace no mucho tiempo a la usanza de los millonarios del sur de Estados Unidos del siglo 18; de ellos copiaron tanto la ropa (sombrero y vestido las mujeres; traje con chaleco los hombres), como los malos tratos con los que sus antepasados habían sido esclavizados.

 

En esa duradera división entre ameri-liberianos y quienes nunca estuvieron en Estados Unidos, Weah pertenecía al segundo grupo, al sector oprimido, segregación contra la que también luchó (Taylor, por cierto, desciende de ameri-liberianos).

 

Weah ganó todo jugando en Europa: glorias, títulos, millones, reconocimiento y admiración unánimes. Pero la resolución del tribunal en contra de Taylor es, sin duda, su mayor victoria. Gol contra la impunidad. Gol que alcanza para que, desde hoy, todo mandatario del planeta se entere de que sus excesos pueden acarrear consecuencias. Gol que debe recordar al clan de los Robert Mugabe, Teodoro Obiang u Omar al-Bashir (este último ya citado por el tribunal internacional) que la política sanguinaria en África tiene que terminar.

 

@albertolati

 

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