“Mujer que sabe latín, ni tiene marido ni tiene buen fin” solían (suelen aún) soltar a bocajarro no sólo varios machos de clóset sino hasta algunas damas que consideran impropio que sus congéneres incursionen en ámbitos fuera de lo doméstico o la maternidad. Y qué decir de la famosa y triste definición que Schopenhauer endilgó a las mujeres: “seres de cabellos largos e ideas cortas”.

 

Lo que ha sido largo y tortuoso es el camino de infamias que han tenido que sortear las mujeres para acceder al conocimiento, las artes y la cultura. La historia y los estudios de ciencia y género rescatan muy poco aún de la gran aportación femenina a la generación y el desarrollo del conocimiento científico y tecnológico, como lo advierte la filósofa española Marta González (http://bit.ly/tO504M), quien nos relata cómo a Marie Curie (apellido del esposo, claro) se le negó el ingreso a la Academia de Ciencias de París, en 1910, pese a que desde 1903 ostentaba el Premio Nobel de Física. Al año siguiente, en 1911, Madame Curie ganó el Nobel de Química, pero ni eso conmovió al tremendo club de Tobi parisino.

 

En México (para seguir con los refranes) “no cantamos mal las rancheras” y de los casi 18 mil miembros (nótese que también en gramática andamos mal en equidad de género) del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), sólo 33% son mujeres. Una de ellas, la doctora en Ciencias Mayra de la Torre, nos comparte su reflexión del porqué las mujeres y la ciencia se llevan tan bien: “Tal vez algunos le llamen intuición femenina, otros aseverarán que no existe tal cosa, pero lo cierto es que como científicas (con énfasis en la “a”), las experiencias son inigualables. Cuando a esto le añadimos el papel de madre, la experiencia se hace mejor”. (Col.CrónicasdelaCiencia-CCC, 2010).

 

Nuestro país tuvo la oportunidad de contar con una personalidad tan genial como Leonardo Da Vinci: Juana Inés de Asbaje, quien tuvo que soportar grandes penurias para ingresar en la universidad, como tener que enclaustrarse en el convento, donde le impusieron el mote de “sor”. Ella brindó al mundo obras, no sólo artísticas sino también científicas y técnicas.

 

Y pudo haber hecho más, pero tanto su confesor como el obispo de Puebla (bajo el curioso seudónimo de Sor Filotea) reprochaban a la Décima Musa que se dedicara más al estudio del mundo terrenal que del celestial. En una carta magistral, ella defendió apasionadamente su amor por el conocimiento y de paso sostuvo un debate teológico –que de hecho ganó– con el jerarca católico poblano.

 

En pleno siglo XXI, atestiguamos cómo los líderes fundamentalistas de las principales religiones monoteístas en el mundo excluyen a las mujeres, incluso del sacerdocio. En la España de los tiempos más oscuros (Edad Media y franquismo), era común escuchar otra joyita de la misoginia: “De mujer libre, Dios nos libre”.

 

Es inexplicable el terror que produce en los machistas el que una mujer destaque profesionalmente en la ciencia o la tecnología; en los deportes o la política, y ni hablar de otros campos como filosofía, sacerdocio, periodismo o psicoanálisis.

 

No hemos hecho lo suficiente aún para que hombres y mujeres nos miremos unos a otras con igualdad, respeto y sin ocurrencias como: “detrás de un gran hombre hay una gran mujer”. Nada de eso, necesitamos considerarnos iguales y punto.

 

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