Truman Capote decía que las calles también tienen sabor. Las calles, signos del espacio público, contienen una representación real y una imaginaria; a la segunda la llevamos todo el tiempo con nosotros como si fuera una maleta invisible. Primer elemento de la ciudad transportable de Paul Virgilio: “como una grabadora automática he guardado recuerdos y trayectos de ida y vuelta”.

 

En el diccionario de simbologías urbanas Coyoacán y cafeína son sinónimos, palabras que se refieren a un mismo objeto. Todas las mañanas me levantaba para ir al Jarocho que está a una cuadra del jardín Hidalgo. El kiosco era uno de mis lugares preferidos. A esa hora de domingo ya estaba ocupado por los homeless de la plaza pero no me importó y me fui a sentar a un lado de ellos.

 

El Vikingo, como le decían a uno de ellos, un tipo como de 1.80 metros de altura era el más “sociable” de todos y pronto empezó a platicar conmigo de que ya se iban a pedir comida a las monjas de los conventos de la calle Francisco Sosa, que si los acompaña. Te echas un taquito con nosotros para acompañar tu café mano. A las seis y media, el frío se siente más fuerte cuanto más arrecia la cruda.

 

El Vikingo comandaba al grupo de alcohólicos que presumían ser artesanos. Entre ellos estaba El Lic. Personaje taciturno que se ufanaba de leer más que todos. “Yo más que nadie sé dónde viven los más chingones”, gritaba mientras se subía el cuello de la chamarra con las dos manos como si de pronto hubiera caído una nevada y no lo agarrara desprevenido.

 

Cuenta que fue secretario del Ministerio Público, pero “como era para mí lo dejé, el Rey del Amparo y el Señor del 46 me mostraron Coyoacán; nadie los conoce mejor que yo”.

 

Una puerta pequeña se abría a la altura de los ojos. El rostro de una mujer como de 60 años observa a la pequeña tribu y les dice “¿otra vez vienes hijo? ¿No me dijiste que ya te ibas a poner a trabajar?”

 

El Vikingo se encoge tras las palabras de la monja y su corpulencia, cabello y barba de candado pintada de amarillo parecen derretirse como hielo bajo el sol. De la puerta les dan dos platos de frijoles con papas y huevo para taquear con seis tortillas. No tardan ni cinco minutos en acabarse sus alimentos.

 

“Ahora vamos al otro”, ordena el más alto mientras los demás lo siguen como fantasmas. Yo con mi café, ellos con su cruda y su hambre, tocan para siempre en mi memoria las pesadas puertas de los conventos mientras las madres superioras les dan de comer pese a los refunfuños, ya que, como dice Hugo Hiriart, “los recuerdos son cronotópicos, es decir, a cada momento (cronos) le corresponde un lugar (topos), de suerte que no hay momento sin el lugar donde le corresponda”.

 

@urbanitas