Avanzamos por las calles de Múnich, muy cerca del río Isar, en busca de un puesto de periódicos o, más bien, de su propietario y dependiente.

 

Él atiende a una señora mayor que compra una revista de futbol para su nieto; nosotros esperamos en fila e intentando no estorbar en tan reducido espacio con el equipo de televisión; pensamos (y ya se explicará la relación) en el Atlético de Madrid, pensamos en el concepto de grandeza venida a menos cual otrora aristocracia, pensamos en uno de los clubes más masoquistas del planeta… Pero estamos en Munich y es momento de charlar con el hombre detrás del mostrador.

 

Nos atiende el corpulento Hans-Georg Schwarzenbeck en un hablar alemán que por muchos momentos, y para nuestro desconcierto, se convierte en dialecto bávaro.

 

Si no es porque en la pared cuelga una pequeña foto del jugador que fue a mediados de los setenta (patillas, copete, deslavado uniforme del Bayern Múnich, reducidos shorts setenteros) nos costaría reconocerlo como futbolista o identificarlo como ganador de todo lo que se puede ganar: Mundial y Eurocopa con Alemania; Liga, Copa, Copa de Campeones de Europa (la actual Champions League), Recopa europea e Intercontinental con el Bayern.

 

Pero Schwarzenbeck es uno de esos personajes sin rencores; dice que aunque hubiera jugado futbol años después, cuando se pagaba mucho más, habría cambiado su puesto de periódicos por otra actividad.

 

Y hablamos de su gol, que ni él mismo está consciente, sentenció para siempre a un equipo de España.

 

Fue la final de la Copa de Campeones de Europa de 1974. Atlético de Madrid derrotaba 1-0 al Bayern; era la última acción del partido y el más limitado de todos los jugadores del cuadro alemán disparó a la desesperada; un bote extraño, un portero atlético que reacciona tarde y la igualada que cambia la historia. Días después se jugaría el desenlace, mismo que el Bayern ganó sin mayor dificultad 4-0: el Atlético inició ese partido ya derrotado; el sufrimiento no acabaría con el silbatazo final del árbitro, más bien ahí comenzaría.

 

Al terminar el cotejo contra el Bayern, Vicente Calderón, presidente atlético, declaró apesadumbrado: “somos el pupas”, expresión madrileña para referirse al salado, al ya-merito, al maldito… Y a la fecha, algo de eso sigue habiendo.

 

Si ese día Schwarzenbeck no hace ese gol, el Atlético hubiera sido campeón de Europa muchísimo antes que el Barcelona, pero los hubieras no existen y vaya que este equipo de ese tema sabe.

 

Sería exagerado decir que desde ese partido todo fue desastre; vendría a mediados de los noventa un doblete (liga y copa) y recientemente una Europa League, pero la realidad es que la afición colchonera (como se conoce a los seguidores de esta entidad) desde entonces se habituó a que amar es sufrir.

 

La misma directiva del equipo ha lucrado con ese sentido del sufrimiento; las campañas para abonar socios suelen mencionar el derrotismo con frases como “Papá, ¿por qué somos del Atleti?” o un inmigrante que intenta explicar a su familia por qué se hizo de un equipo tan poco triunfador.

 

Sin embargo, detrás de tan adolorida pasión, no todo es maldición o mala suerte. Desde que la familia Gil compró al equipo a fines de los ochenta, ha habido cincuenta cambios de entrenador, lo cual deja un promedio de dos directores técnicos por año: una barbaridad que impide cualquier tipo de consistencia o regularidad.

 

El último proceso ha culminado en diciembre con la salida de Gregorio Manzano y la llegada de Diego Simeone.

 

Cambio de estratega y nuevos ánimos son procesos automáticos. El proyecto ilusionante del Atlético parte 83, bromea la prensa española, y seguimos contando.

 

Es una institución con tal capacidad de autodestrucción que va dejando ir a sus mejores jugadores (meses atrás, Forlán, Agüero y De Gea; la semana pasada, Juan Antonio Reyes) para mal-reemplazarlos y seguir como se pueda.

 

¿Y las gradas? Viven indignadas pero pobladas. Pareciera que no se va al estadio Calderón a una fiesta, sino a purgar condena o esperar milagros, aunque, cómo explicarlo, acudir a ese escenario representa una experiencia maravillosa.

 

Con todo y su masoquismo, es un equipo idolatrado. Con todo y que difícilmente finaliza entre los 5 primeros, se mantiene como el tercero en seguidores. Con todo y los absurdos de su gestión, eventualmente resurge y gana algo. Indiscutiblemente, es un equipo especial.

 

Ya se verá con Simone qué sucede: una victoria y volverán a creerse capaces de todo, una derrota y volverán a sentirse al borde del precipicio.

 

¿Y Schwarzenbeck? Despachando periódicos, con eficiencia germana, en Múnich… Tal como despacho ese accidentado gol y despachó esa maldición.

 

 

@albertolati

 

 

 

 

 

 

 

 

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