Mientras marchan y discuten quiénes somos familia y quiénes no (¡ahí me avisan!), yo sigo minuto a minuto otro problema importante: el divorcio de Angelina Jolie y Brad Pitt. Primero, porque me interesan mucho los líos ajenos, y luego porque quiero saber cómo se van a repartir los 500 millones de dólares entre los chamacos.

 

Como siempre han hecho tan partícipe al público de sus vidas –que si las adopciones, que si los nacimientos, que si Angelina se baña poco, que si Brad se droga mucho, que si los viajes a Vietnam, que si la niña que se viste de hombre, que si el niño de los ojos rasgados se emborrachó a los nueve– siento que son casi nuestros parientes… ¡y todos somos familia!

 

Muero porque alguien me explique qué significa exactamente “diferencias irreconciliables” ¿De qué? Pero si se veían tan felices, tan multiétnicos, tan en su centro. Todavía cuando la Jolie decidió mutilarse los senos para evitar el cáncer, todo era miel sobre hojuelas. Claro, ahora dicen que el motivo real de la separación es que el guapo Pitt le gritó a una de las criaturas en pleno vuelo.

 

Oigan, perdón, pero ésa no puede ser una razón contundente, porque todos les hemos gritado-pegado-jaloneado-mal mirado a nuestros hijos en los aviones, que es un lugar que le crispa los nervios a cualquiera. Debe haber algo más fuerte, ¿acaso el whisky en las rocas?

 

Debo confesar que nunca me ha caído muy bien Angelina, no sé, por alguna razón me provoca miedo y/o desconfianza. Cuando empezó a adoptar niños, tenía ganas de pararme frente a ella y decirle: “¡Odio que te creas tan perfecta! Esto no es un juego, los niños son cosa seria y no estoy de acuerdo en que andes coleccionando chiquillos como si fueran suvenires. Me chocan tus tatuajes y que le hayas quitado el marido a la Aniston, que es tan frágil”.

 

Es que siempre sospeché que la actriz no tenía tiempo suficiente para cuidar a tanto niño, propio y extraño (léase biológicos y del corazón), para criarlos como merecen y para velar por su estabilidad emocional.

 

Bueno, sinceramente, mi preocupación era genuina y bien intencionada y ya saben que soy superociosa y tenía mucho tiempo libre para leer revistas y estar de metiche.

 

Otro que me tiene con el alma en un hilo es el papá de Angelina –el actor Jon Voight– pues se ha declarado abiertamente fanático de Trump. Y eso que cuatro de sus nietos son nacidos fuera de Estados Unidos, de esos que le caen tan mal a Donald, porque Maddox es camboyano; Pax, vietnamita; Zahara es etíope y la pequeña Shiloh (que pide a gritos “llámenme John”) vino al mundo en Namibia.

 

O sea, creíamos que los hijos de Brad y Angelina tenían problemas, pues súmenle a su tierno abuelo republicano. Ay, pobres criaturas. Lo bueno es que van a ser muy ricos y eso siempre ayuda a sobrellevar mejor las penas.

 

Por lo pronto, ya separaron a las estatuas de la pareja más bonita de Hollywood en los museos de cera de Londres y Madrid, lo cual –francamente– me provocó una risa tonta. Los museógrafos están en todo.