Cuando el dictador agonizaba en una habitación que le habían habilitado en la antigua Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco, sabía perfectamente que con él se moría su dictadura. Frustración y resignación se confundían mientras por los tubos que le recorrían todo su cuerpo se le escapaba la vida.

 

En un hálito de lucidez mandó llamar al Rey don Juan Carlos. -Majestad, lo único que le pido es la unidad de España-. Aquéllas fueron las últimas palabras que el Rey escuchó del dictador.

 

Pero no se trataba de ningún testamento político; no era ningún legado. La misión de don Juan Carlos, de la monarquía española, era la de velar por la unión de la nación española que estaba pegada con argamasa desde los Reyes Católicos a finales del siglo XIV, más de cinco siglos que dejó muertes por el camino como en las guerras carlistas el pleno siglo XIX o la guerra civil.

 

Se trató de una unión con sacrificio y concordia, esfuerzo y fraternidad; una unión de España que ha demostrado con los siglos que es incluso más grande de lo que nosotros mismos, los españoles, alcanzamos a dimensionar.

 

Quienes supieron aquella grandeza fueron nuestros políticos modélicos de la transición hacia la democracia, a mediados de los 70; aquéllos que supieron llevar el timón de la dictadura hacia la libertad.

 

Don Juan Carlos necesitaba rodearse de gente avezada, valiente, con una visión global del Estado en aquella España que empezaba a curarse de sus heridas de la guerra y la dictadura.

 

El joven y telegénico político Adolfo Suárez fue el idóneo.

 

Con una valentía propia de la juventud y un sentido del Estado envidiable, consiguió legalizar al Partido Comunista, considerado en ese entonces como la bestia negra, a la que una gran parte de la población le achacaba miles de muertes durante la República y la guerra civil.

 

Aquel abrazo entre el líder comunista Santiago Carrillo y el presidente Adolfo Suárez fue mucho más que un simple abrazo. Representó la concordia, el perdón por todo el daño causado por las dos Españas, tanto en la guerra como en la dictadura; significó el respeto a las ideas, aunque no se comulgara con ellas; significó la convergencia y la armonía de un país que parecía que jamás se curaría.

 

Luego vinieron también del exilio Felipe González y Josep Tarradellas a Cataluña y muchos intelectuales que, desde el ostracismo, se rebanaron la cabeza y el corazón para construir una España nueva, reformada, mirando hacia un futuro que buscaban que fuera promisorio.

 

Cuando todos llegaron construyeron la Constitución y le dieron el sentido real a la democracia y la unión.

 

Y siguió y siguió avanzando a pesar del golpe de Estado de Tejero y de los cerca de mil muertos de ETA. Porque aquellos políticos -que lo fueron de verdad- tenían clara la idea de que había que salir del marasmo y crear un gran país.

 

Ahora, mientras escribo este artículo en Barcelona me pregunto qué pensarían aquellos políticos con todas sus letras, al ver a éstos de medio pelo que nos están llevando a un callejón sin salida.

 

Por eso, lo que pase en Cataluña y España sólo será responsabilidad de estos “servidores públicos” de ficción que miran para ellos y sus intereses. Son esos políticos de un pobre bagaje intelectual para una sociedad que se les queda muy grande.

 

caem