Qué difícil es dar por terminada una era. Qué difícil es resignarse a que ya no habrá revanchas, a que de cierto punto en adelante todo irá a menos, a que las glorias son pasadas y ya no se replicarán.

Para haber dirigido a un equipo grande de Europa a lo largo de 18 años y medio, es necesaria mucha capacidad, liderazgo, innovación, pero también haber sobrevivido a numerosos momentos de presión, a tentativas de despido, a hartazgo en las gradas y crítica en la prensa que son ingredientes infaltables en la vida de un director técnico.

 

FOTO LATI

 

Arsene Wenger llegó al banquillo del Arsenal en agosto de 1996. Su misión era cuádruple: rejuvenecer al equipo gunner, devolverlo al camino de los títulos, fortalecer sus finanzas y dotarlo de una esencia futbolística. En el primer sentido, su impacto fue inmediato al demostrar un asombroso ojo clínico para fichar a talentos infantiles y adolescentes (piensen en Cesc Fábregas o Thierry Henry, este último infravalorado antes por la Juventus).

 

En el segundo, a dos años de haber llegado levantaba ya tanto la Liga Premier como la Copa FA. En el tercero, siempre supo vender cuando algún elemento ya no iba a encarecer, reemplazándolo por alguien más barato. Y en el cuarto, modificó para siempre la historia de una entidad que vivía acostumbrada a practicar el peor futbol de las islas británicas (en parte de eso trata el libro Fever Pitch de Nick Hornby: de la frustración del autor ante la racanería del equipo de sus amores).

 

Más allá de eso, este intelectual de la dirección técnica sacó a Inglaterra de un considerable retraso en nociones físicas y tácticas, e incluso de psicología y nutrición deportiva. Su legado es irrefutable…, casi tanto como admitir que esta relación caducó hace al menos un par de años.

 

Su noche más triste ha llegado este miércoles, al caer en la Champions League 3-1 en casa a manos de un rival de mucho menor envergadura, como lo es el Mónaco. Irónicamente, el primer equipo con el que triunfó como entrenador, al que hizo campeón y guió durante siete campañas, es el que parece haberle quitado lo que le restaba de legitimidad.

 

Sucede que quien habituó a su afición a conquistar la Liga Premier, a contar con algunos de los mejores jugadores del planeta, a aspirar a coronarse también en Europa, tiene severos problemas para acostumbrarla a algo distinto. Los propietarios pueden estar más o menos contentos por la bonanza en sus finanzas, pero el Arsenal es una marca deportiva, y ese posicionamiento sólo se alimenta con éxitos en la cancha.

 

El Estadio Emirates tiene dos estatuas de Wenger y es evidente que su futbol de autor (porque eso llegó a conseguir con el Arsenal como pocos de sus colegas en cualquier sitio) es un bellísimo legado. No obstante, el vínculo ya no va a nada.

 

Costará mucho trabajo al Arsenal despedir a quien fue más que un inquilino, dueño de su banquillo. Costará demasiado a Wenger admitir que lo mejor es el adiós.

 

Este ciclo ha terminado y no con la dulzura del de Sir Alex Ferguson en el Manchester United, quien, tan distinto al agrio presente de Arsene, logró irse levantando un trofeo.

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