En verdad, si lo que hemos vivido los últimos 30 días fuera una comedia de Hollywood sobre un desquiciado Presidente de Estados Unidos con Donald Trump como protagonista sería, sin duda, un éxito y en todas las salas del mundo habría millones revolcándose de risa viendo al personaje y siguiendo sus disparatadas peroratas y su caricaturesca imagen, pero lamentablemente no es una comedia, es la vida real y el resultado de la descomposición de los valores democráticos en el mundo, y de ello no se escapa México.
Los estadunidenses son responsables por Trump, lo mismo los ignorantes y conservadores que los progresistas y liberales, pero también el mundo occidental, porque en todas las latitudes se ha generado una profunda regresión  de conductas y valores, dando por hecho que la democracia está ahí como un tótem intocable y ejemplar que garantizará estabilidad al mundo y que la irracionalidad está del otro lado del planeta, donde se concentran otro tipo de pensamientos y culturas, sean los musulmanes en Medio Oriente y África del Norte o en el extremo Oriente asiático, especialmente en China.
Hoy más que nunca, la urgencia de promover y resguardar los valores democráticos y sus instituciones es prioridad en la agenda nacional e internacional. Hasta ahora, las instituciones políticas mexicanas que nacieron y evolucionaron desde la apertura democrática con Jesús Reyes Heroles de 1976 y la reforma electoral que dio nacimiento al IFE ciudadano han resistido apenas la brutal ignorancia de Vicente Fox, las ofensivas de Andrés Manuel López Obrador y la descompuesta administración de Enrique Peña Nieto.
Pero las instituciones mexicanas están en el límite y en el mundo la democracia no parece ser para grandes sectores la herramienta para construir gobiernos eficaces; el desprestigio de la política y los políticos es gigantesco y la desigualdad, la pobreza y la corrupción son el producto del desdén, la insensibilidad y el descaro de los gobernantes en México y el resto del planeta.
Los hombres y mujeres mexicanos que crecieron en medio de las crisis recurrentes, que heredaron los valores de quienes en el movimiento estudiantil de 1968 fallaron al creer que sólo con una democracia electoral era suficiente para dar paso a la estabilidad y el crecimiento para el país; la reforma a la educación tardó demasiado y la que tenemos es absolutamente insuficiente, la reforma al campo sigue pendiente, la seguridad sigue siendo más una aspiración que una certeza, la salud universal es botín de los gobiernos estatales que malversan los recursos del Seguro Popular.
La imagen de Trump como villano simplemente es el reflejo de lo que hemos construido como ciudadanos en cada uno de nuestros países, y México no es la excepción. La tragedia mexicana con Trump como protagonista la hemos escrito sexenio tras sexenio, al reclamar todos los días que vivimos un mal gobierno, pero al voltear la cara ante la corrupción que se puede ver todos los días en las calles del país, en un semáforo, una oficina pública, en la escuela, en la familia… en los lugares donde diariamente nos ponemos a prueba y nos fallamos cada vez. Trump no es nuestro demonio, lo somos nosotros mismos.