El proceso electoral rumbo a los comicios de 2018 puede ser considerado desde ya como el que mayor número de precandidatos, aspirantes y suspirantes ha convocado en los últimos 25 años.
La fragilidad institucional, la desconfianza en los gobiernos y los políticos han dejado a los principales competidores o a las fuerzas preponderantes fraccionadas y debilitadas. Hoy por hoy ningún partido por sí mismo o en alianzas tiene garantizado ganar la Presidencia de la República el próximo año.

 

 
Es por ello que se ha desatado una guerra de fracciones, literalmente. Y cualquiera que tenga un pedazo de influencia y poder se siente con base suficiente para construir una candidatura presidencial. Sean estos panistas, priistas o perredistas, amén de los independientes. Cuando si no se han visto a personajes tan variopintos como Pedro Ferriz de Con lanzarse en serio por una candidatura.

 

 
Dentro de las fuerzas principales, sólo hay una en que está clara la candidatura presidencial: Morena. Y esa claridad, amén de la campaña permanente que mantiene su abanderado, ha hecho que el posicionamiento de Andrés Manuel López Obrador lo ponga otra vez como uno de los principales y más fuertes contendientes a Los Pinos. Y es que tiene enfrente a un PRI, un PAN y un PRD divididos y debilitados entre sus luchas intestinas y el desprestigio y la desconfianza que tienen entre los ciudadanos.

 

 

 
Y en realidad no se ve que entre los tres principales partidos exista la coherencia suficiente para construir esfuerzos unitarios reales y eficaces. Pero no sólo eso, es evidente la carencia de principios, deslealtad y oportunismo inherentes a la clase política mexicana, por lo que no deberemos extrañarnos si priistas, panistas, perredistas y otros brincan de un partido a otro en busca de candidatura o hueso.

 

 
Para poner las cosas más candentes, en un escenario donde el PRI tiene el menor porcentaje de preferencias electorales en su historia y una bajísima calificación de la administración federal que encabeza, el presidente Enrique Peña Nieto se lanza contra la oposición como opción de gobierno, generando una serie de naturales descalificaciones de parte de sus contrincantes que en poco o nada ayudan a su gobierno y mucho menos a su partido que carga con el lastre de los escándalos de corrupción, la crisis de seguridad, la incertidumbre económica y la pobreza que no cede.

 

 
Porque hoy la competencia real por la Presidencia se ve entre los candidatos de Acción Nacional y de Morena, con un Partido Revolucionario Institucional que se ve a la cola si llega a surgir un candidato independiente que realmente sea competitivo.

 

 
La multiplicidad de precandidatos no es en este caso un signo de fortaleza y apertura democrática, sino de la debilidad de los partidos y su incapacidad para construir liderazgos consolidados, cohesión interna y aprobación ciudadana. Pero no sólo eso, sino del agotamiento del actual sistema de partidos y gobierno, que ya no garantizan que el Gobierno federal cuente con un respaldo mayoritario de los ciudadanos que le permita desarrollar una administración eficaz y productiva, que responda a los intereses y necesidades de la sociedad mexicana.

 

 
Muchos aspirantes y pocas posibilidades reales de cambio y éxito es lo que se ve en el horizonte para México.