Un artista gráfico sueco creó una animación que muestra a dos personajes, uno de ellos parecido a Trump, con un eufórico saludo

Varias de las exposiciones más poderosas de los últimos años se las debemos al Palacio de Bellas Artes, desde las de Leonardo y Miguel Ángel, tan sonadas, hasta joyas un poco menos difundidas como En esto ver aquello, acerca del universo de reflexión sobre lo visual de Octavio Paz, o Vanguardia rusa. Bien, pues en esa liga, si me permiten la expresión, juega la que se estrenó la semana pasada, Pinta la Revolución.

 

 

Se trata de una mirada a un momento particularmente fértil de las artes visuales en México, y en general muy agitado en lo cultural, lo periodístico, lo político. Me refiero al periodo transcurrido entre 1910, o sea el fin del Porfiriato y el arranque de la Revolución, y 1950. Un periodo que incluye la convulsión bélica de la Bola, sí, pero también la institucionalización impuesta por el Maximato, a Cárdenas con la reforma agraria y la expropiación petrolera, el nacimiento de los sindicatos, la llegada del exilio español, la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría, con el singular papel de México en ese desconcierto planetario.

 
Un periodo histórico al que el arte respondió con vigor. Es el tiempo de los muralistas, claro, pero también –perdonen el desorden– de Tamayo, Álvarez Bravo, Carlos Mérida, Roberto Montenegro, Ángel Zárraga, Covarrubias, el Chango García Cabral, Tina Modotti, la Kahlo, los estridentistas, que son los que protagonizan esta exposición notable.

 
Vayan. Se van a encontrar más de 200 piezas, muchas llegadas del extranjero y por lo tanto difíciles de ver en directo, que tienen una virtud central: sacan al arte mexicano de eso que José Luis Cuevas llamó el muro de nopal, es decir de las fronteras de la patria y el discurso nacionalista revolucionario, para ponerlo en el contexto del mundo, adonde realmente pertenece. Porque, en efecto, más allá de la retórica oficial, los artistas de este país dialogaron con las vanguardias europeas, viajaron, escribieron manifiestos y en algunos casos, destacadamente el de Diego Rivera, se convirtieron en rock stars internacionales.

 
No se trata de politizar cada aspecto de nuestras vidas ni de convertir cada logro histórico en un homenaje nacionalista como respuesta al trumpismo. Pero hoy, cuando sufrimos la retórica racista, el desprecio elevado al rango de relación bilateral, no está mal recordarnos como una cultura poderosa, con raíces fuertes nuevas y viejas, dialogante, abierta, viva. Ver Pinta la Revolución es, sin retórica, vernos en mucho de lo mejor que tenemos. Dense el regalo.