McALLEN. Un año después de que la Iglesia del Sagrado Corazón de McAllen, Texas,  comenzara de manera “temporal” a ayudar a la oleada de familias y menores indocumentados que cruzaban la frontera, el salón parroquial sigue siendo un punto de encuentro esencial para aquellos que buscan el “sueño americano”.

 

Pese a que los números de detenciones de inmigrantes indocumentados han bajado drásticamente desde el verano del año pasado, cuando decenas de miles de menores que intentaban atravesar la frontera solos elevó la alarma de las autoridades, el Valle de Río Grande y la ciudad de McAllen siguen siendo un punto caliente.

 

“En lo álgido de la crisis llegaban entre 200 y 300 personas diarias. Ese número ha bajado mucho, pero en julio vimos un aumento con más de cien personas diarias“, explica a EFE la hermana Norma Pimentel, responsable de las Caridades Católicas en la región de Río Grande.

 

De nuevo este verano, la hermana Pimentel tuvo que pedir la ayuda de voluntarios y donaciones que permitieran a los inmigrantes recién llegados un mínimo para seguir su camino dentro de Estados Unidos como ciudadanos indocumentados, en la práctica personas de segunda clase.

 

En lo que va de año fiscal (entre el 1 de octubre de 2014 y el 31 de julio) han sido capturados cruzando la frontera fluvial del río Grande más de 18 mil  personas, diez veces más que en cualquier otro punto de la frontera con México, aunque un 61% por debajo de las abrumadoras cifras de 2014.

 

“No son solo centroamericanos o mexicanos, vienen también cubanos; incluso chinos, colombianos, ugandeses, etíopes”, explica Pimentel, quien destaca que la llegada de más cubanos ha coincidido con la reapertura de relaciones entre La Habana y Washington.

 

La gran mayoría cruzan con la intención de entregarse inmediatamente a la Patrulla Fronteriza, que se ve obligada a liberarlos con una citación para iniciar un incierto proceso de deportación.

 

Decenas de inmigrantes siguen llegando a diario a la estación de autobuses de McAllen, bajo el tórrido calor del verano texano y a pocos metros de la iglesia del Sagrado Corazón, donde ahora se levanta una tienda de campaña, donde varias madres descansan con sus hijos de corta edad.

 

“Esta operación comenzó como algo temporal, pero no se le ve el fin. Tendrá que continuar y tendremos que establecer algo permanente”, explica Pimentel, rodeada por varios voluntarios que ordenan ropa, kits de aseo personal o zapatos de niño.

 

Hasta la fecha, la comunidad de Río Grande, mayoritariamente hispana, de raíces inmigrantes y vinculada fuertemente a México, se ha volcado en ayudar desinteresadamente a los recién llegados, pese a que esta región del sureste de Texas es una de las más pobres del país.

 

“Al principio, llegamos a tener montañas de ropa y tuvimos que pedir que no se donara más. Los voluntarios eran muchos y trabajaban prácticamente 24 horas”, recuerda Pimentel, quien explica que especialmente los niños son los que llegan en peores condiciones.

 

Para responder a la llegada masiva de menores y familias, Estados Unidos ha comenzado a ejecutar un plan de desarrollo y concesión de asilo en Centroamérica, azotada por la violencia de las pandillas, mientras que México ha intensificado el control migratorio.

 

“Las personas que llegan aquí, en muchos casos porque su vida corre riesgo en sus países, son padres, madres, son chiquillos; no son criminales”, asegura Pimentel.

 

Al otro lado del río Grande (Bravo para los mexicanos), en Reynosa (México), sor Ligia Cámara señala a Efe que el número que atienden en su Casa del Migrante sigue siendo alto, pero ahora lo es principalmente por los que son deportados al lado sur de la frontera, que no tienen recursos.

 

La iglesia católica, a ambos lados de la frontera, juega un papel humanitario clave, para que, como apunta Pimentel, “estas personas, que han pasado por tanta vejación, puedan recuperar su dignidad”.