Claro que el futuro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) nos mantiene a todos muy estresados, porque entendemos que del futuro de este acuerdo dependen un número muy importante de las exportaciones mexicanas.

 

Hay cálculos que el final de este acuerdo comercial puede generar que la economía mexicana caiga en recesión en un año electoral, lo que implicaría una garantía de enojo colectivo y la amenaza de girar hacia el precipicio del populismo.

 

Hay algunos optimistas que calculan que el final del acuerdo comercial trilateral no impactaría tanto, ya que buena parte del comercio internacional mexicano se rige con las reglas de la Organización Mundial del Comercio, que se parecen mucho a las reglas del TLCAN.

 

En fin, lo único que tenemos hasta este punto en incertidumbre en torno al futuro de la relación comercial con Estados Unidos porque nadie sabe realmente si las conversaciones de renegociación se romperán y con ello se propiciará la salida de Estados Unidos del pacto o, bien, si seguirán hasta su feliz término.

 

Lo que el Gobierno federal asegura desde esta inseguridad es que tiene un plan B que fundamenta su estrategia más fuerte en garantizar la seguridad de las inversiones estadounidenses a través de una ley emergente que se negociaría en el Congreso con calidad de urgente.

 

Algo que implicaría solamente un salvavidas en lo que los mercados asimilan las consecuencias reales del rompimiento.

 

Pero hay algo que supera en consecuencias negativas y que debería generar más estrés en el Gobierno federal, y esto es que se pueda concretar la reforma fiscal que propuso Donald Trump y que hicieron suya los republicanos.

 

Un paquete fiscal que baje los impuestos a las empresas en este territorio y aumente los impuestos a las que trabajan en el exterior es razón suficiente para prever auténticamente lo peor en materia de inversiones.

 

La llamada reforma fiscal de hace cuatro años en México se recargó en la realidad de que la tasa impositiva en Estados Unidos para las empresas alcanza 35%, eso dio margen al fisco mexicano de recargarse con fuerza en los contribuyentes cautivos.

 

Pero si en Estados Unidos se reduce la tasa impositiva empresarial a 20%, ya verá la fila de los que querrán mudar sus operaciones del otro lado de la frontera. Y más cuando la pinza fiscal se cierra con un recargón tributario a los que regresen utilidades a esa nación.

 

Ahí sí habría que tener en la mente un plan B para reaccionar. El temor real es que todo ocurre en estos momentos en que hay relevo presidencial que puede hacer que la reacción social a través del voto sea en sentido contrario a lo lógico y necesario.

 

Un plan B fiscal pasa por la necesaria baja de los impuestos directos, como el ISR, a cambio de una compensación por la vía de los impuestos indirectos, como el IVA. Esto que se antoja como un mejor esquema fiscal para México es gasolina pura para los que desean encender la pradera seca social mexicana.