La política hace agua si los tripulantes no tapan los hoyos del barco. El oficio del político siempre está en un desgaste perpetuo, lo sé; su naturaleza misma propicia fricción, choque de intereses y, no en pocas ocasiones, oportunidades para la corrupción. Por ello, necesitamos modificar la apreciación del político por parte del ciudadano. No para deslindar responsabilidades sino para evitar un desgaste que, lejos de beneficiar a una sociedad, la aleja de soluciones.

 

 

Y ese desgaste tiene muchas formas. Si, por ejemplo, la manera actual de gestionar el poder más grande llevara al mundo a un conflicto nuclear –Trump y Corea del Norte, Trump y cualquier otro país–, el rol mismo del político de Occidente debería ser revisado a profundidad. Asimismo, en tal escenario, no sería extraño que el propio presidencialismo norteamericano –sus facultades, sus áreas grises y sus elementos de provocación– fuese puesto en duda por los parlamentarios y la opinión pública. Mal harían en no hacerlo.

 

 

Por esto mismo, la responsabilidad del muchacho del momento, Emmanuel Macron, crece con la hora, mientras que el populismo espera su tropiezo. Si falla Macron, falla el político de centro, el pragmático, el que puede sacar soluciones de ambos lados del espectro ideológico porque sabe que un país no es un crayón sino una gama de colores. No todo político es antisistema pero todo antisistema es político. Esta es precisamente la cuestión: el francés, si bien viene de un movimiento no tradicional –que pronto será lo mismo que un partido–, es un prosistema occidental ejemplar: proeuropeo y socioliberal.

 

 

Cae él y se oxida el argumento del político como abogado para la moderación; siguiente escena, el populismo desempolva sus mosquetes. La paz necesita políticos. Pero también la guerra, la prosperidad y la miseria. Si estos actores son denominadores comunes en todos estos casos, ¿son necesarios o prescindibles en todos?

 

 

Supongamos que en un futuro las decisiones en materia pública las toman una serie de computadoras, y que los hombres de gobierno sólo se encargan de gestionar el buen funcionamiento de éstas. El error cotidiano –el humano– se reduciría al mínimo. Pero imaginemos que la computadora encargada de abastecer el agua decide, por sus propios criterios, mandar agua de la comunidad B a la comunidad A. Ambas recibían un abasto similar, pero la A padece hoy una sequía preocupante. El desabasto en B es notorio y genera molestia, pero realmente no pone en riesgo vidas –contrario a lo que pasaría en A si no se hubiese mandado agua–. En ojos de la comunidad B, ¿quién es el culpable? ¿Los políticos del gobierno? ¿Las máquinas? ¿O, supongamos, los parlamentarios de varios partidos que en consenso decidieron los criterios de actuación de dichas computadoras?

 

 

Uno podría repartir objetivamente la culpa, pero al final, la comunidad B pedirá la cabeza del político por un tema de jerarquía. Pero eso está lejos de ser negativo. La figura del político, pues, estaría cumpliendo su honroso fin último: la opción de ser sacrificado en favor de la estabilidad social. No siempre será justo pero siempre será necesario. Por eso considero que el problema de la sociedad con los políticos no es de resultados sino de expectativas. Revalorar el oficio del político occidental es, en buena medida, replantear su relación con el ciudadano, porque cada vez más el primero actúa según la presión del segundo. La corresponsabilidad no sólo llegó sino que crece con cada elección y cada crisis. Entender los alcances y limitaciones del rol es crucial. Uno no puede pedir “que se vayan todos”, porque el vacío se ha comprobado peor que el abasto.

 

@AlonsoTamez