La vela nunca generará la pasión que el futbol, ni convocará a las multitudes que el voleibol, ni tendrá la cantidad de practicantes como muchos otros deportes, casi todos, en Brasil, de conjunto.

 

Para un país cuyas principales ciudades comparten como característica el estar pegadas a la costa (pensemos en Río de Janeiro, Porto Alegre, Fortaleza, Salvador, Recife, Natal, Sao Paulo tan cerca del puerto de Santos), hace sentido que los deportes vinculados al mar tengan éxito.

 

No obstante, si Brasil ha sido una inmensa potencia de vela en las últimas tres décadas, eso se debe a los hijos de unos inmigrantes llegados de Dinamarca: los Grael, que desde este jueves pueden presumir haber aportado ya ocho medallas.

 

La historia que se cuenta de los inicios de Torben Grael, es demasiado buena como para rebatirse (ya si es falsa, mejor intentemos seguirla creyendo). El hombre que acumularía cinco medallas entre Seúl 1988 y Sídney 2000, descubrió esta disciplina a los 5 años cuando su abuelo, ese que cambió a Copenhague por Sao Paulo, lo llevó a velear a bordo de una embarcación medallista con tripulación danesa en los Juegos de Estocolmo 1912.

 

A partir de eso, Grael se ocuparía de que los brasileños lo aclamaran, aunque sólo pusieran verdadera atención a la vela cuando había Olímpicos y ese deporte, no el futbol, era lo que les rescataba en el medallero.

 

Pronto emergerían más veleristas de máxima calidad como Robert Scheidt y Marcelo Ferreira, además del hermano menor de Torben, Lars Grael, quien sumaría otras dos preseas.

 

Por si el legado de esta familia no fuera suficiente, un tercer hermano, el ecologista Axel Grael, fue la persona más activa (y defraudada) en un afán de rehabilitar la muy contaminada Bahía de Guanabara de cara a Río 2016; promesa hecha por Brasil al conseguir la sede, aunque nunca se cumplió y orilló a los atletas a competir en una letrina.

 

 

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Justo ahí, entre malos olores y desechos humanos provenientes de toda esquina de Río de Janeiro, en la fotogénica bahía de Guanabara y engalanados por el Pao de Açúcar, este jueves se ha coronado la hija de Torben, Martine Grael.

 

Una medalla más de estos descendientes de Dinamarca, inspirados por aquella vieja embarcación que dio una plata a los escandinavos.

 

Dinastías olímpicas hay varias: las Liesenhoff (madre e hija) con seis podios en equitación para Alemania; las Williams en el tenis, con ocho oros, más la plata obtenida por Venus en dobles mixtos de Río 2016; los Keller con ocho preseas distribuidas entre seis jugadores de hockey sobre pasto, desde Berlín 1936 hasta Beijing 2008: abuelo, padre, nuera y nietos; los Gerevich de Hungría, con 14 medallas entre cuatro personas en esgrima.

 

La diferencia es que en casi todos los casos, se trata de países acostumbrados a constantes conquistas. Con los Grael, más bien una nación a menudo sostenida por los triunfos de esa dinastía.

 

Uno de los momentos más conmovedores de estos Olímpicos se dio cuando las ganadoras llegaron al límite de la plaza de Botafogo: espontáneamente, voluntarios y colados pasearon a hombros la embarcación con las veleristas campeonas a bordo; justo entonces, la cámara encontró el rostro de Torben Grael al borde del llanto: como es fácil comprender, más emocionado en la consagración de su hija, que en todas las que logró en su icónica carrera.

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