A todos los rescatistas –mexicanos o no, humanos o no–, voluntarios y servidores públicos a quienes la obscuridad convirtió en linternas.

A México, por ser milagro diario y paradoja experta.

 

¿Por qué a los sismos no se les nombra como a los huracanes o a las tormentas tropicales? Habituales de la Organización Meteorológica Mundial dicen que a los segundos se les bautiza como persona por un tema de comunicación y organización: es más sencillo hacer alusión –escribir, describir o advertir– a un fenómeno meteorológico, tanto en medios como en reportes oficiales, si se le llama “Gustav” o “Anita”. Una nombre artístico, pues.

 

Un nombre evoca momentos, sentimientos, acciones y también otros nombres; una nube de los conceptos alrededor de una persona, lugar o evento. El huracán “Katrina” significa para los americanos 1800 muertos, FEMA –la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias de Estados Unidos–, George W. Bush, saqueos, Nueva Orleans, etc. Y el huracán “Paulina” –que azotó Guerrero y Oaxaca en el 97– evoca inundaciones, deslaves, el ejército, el presidente Zedillo regresando antes de Alemania, y demás situaciones.

 

Darle un nombre a algo es separarlo de lo que no es; implica delimitar su significado y hacerlo exclusivo; es dotarle un valor a lo que lo compone. ¿Si el sismo del pasado 19 de septiembre tuviese un nombre, cuál sería y qué ideas girarían a su alrededor? Cada quién vivió su muy personal sismo, pero creo que la mayoría ubicamos algunas nociones que formarán parte de esa exclusividad de significado colectivo. Aquí abordó algunas.

 

La culpa del sobreviviente. Sin importar lo que hacíamos, sentíamos que no era suficiente. En Chimalpopoca y Bolívar, en la Ciudad de México, sacábamos escombros en cubetas a lado de lo que parecía ser un Jetta aplastado. El temblor había atrapado a varios trabajadores de una textilera –al parecer, muchos indocumentados–. Pero no a nosotros. De alguna extraña forma, eso no estaba bien. Ayudamos como pudimos pero ello no nos tranquilizó: en esos escombros estábamos todos.

 

Miedo al miedo. Llevábamos comida al albergue de Coapa. Pasamos por la escuela Enrique Rébsamen, y bajamos a ver si rescatistas y voluntarios querían algo de la comida. Un policía federal me regañó fuertemente por estar parado a lado de un puesto de medicinas. Alto, rapado e imponente, me ordenó que me largara inmediatamente. Ni siquiera me molesté. Entendí la presión –una forma común de miedo– que padecían todos los que estaban ahí. Cuando fallecen niños, el ambiente se degrada en todas sus formas. No hay punto más bajo; no hay situación más desgraciada. Obedecí al oficial en silencio.

 

La solidaridad. ¿Antes del terremoto del 85 éramos solidarios y proactivos o fue una construcción social empírica tras aquel desastre? Sea como sea, la sociedad mexicana dio lección de decoro y unión. Toda esta aflicción bicentenaria, al parecer, ha servido de algo: el infortunio ya no nos espanta. Pero la medida real de la solidaridad es otra, y es clara: romper la barrera de lo coyuntural para pasar a lo atemporal. No ser solidarios de ocasión.

 

El lucro político. Oportunistas y cabrones siempre hay en los desastres. Sin embargo, mientras den apoyo tangible, lo mejor es aceptarlos. Si la gente considera ofensivo dicho acto, está bien, luego se lo podrá cobrar en las urnas a ese político. Pero algo es real: ayuda es ayuda, con o sin cámaras, y en los desastres no se juega. Toma lo que te den y vota por quién tú quieras. Eso es que la gente se aproveche de los políticos, y no al revés.

 

Los animales. Los perros reafirmaron su estatus de mejor amigo del mexicano –soy persona de gatos, pero hoy los héroes son caninos–. En Amsterdam y Laredo rescataron una tortuga. Vertieron agua sobre ella para hidratarla tras tres días en los escombros –creo que lloré un poco con ese video; cada quien tiene su catarsis, supongo–. Y en Lindavista, el perico “Lucas” también fue salvado. Al parecer, no quiso declarar nada a los medios.

 

Momento para la justicia. En varios sentidos: gobiernos, constructoras, medios de comunicación, fuerzas de seguridad, partidos políticos. Ver a través de la incertidumbre y el sensacionalismo, para poder divisar una verdadera rendición de cuentas: legal y moral, objetiva y proporcional. El capítulo se abre con transparencia y se cierra con la ley. No volvamos a ser “los de antes”; quememos ese puente. La “unidad nacional” solo debe ser anímica y de coordinación; no una excusa para callar cuestionamientos al oficialismo.

 

La reconstrucción. La material y la del espíritu. Cambiará nuestra cara. Cambiará la política y la próxima elección presidencial. Cambiará el hacer ciudad y gobierno. Con el tiempo, la responsabilidad de la sociedad será menos esfuerzo físico y más examen. Hay dinero público que cuidar, tiempos que cumplir y hogares que levantar: la reconstrucción es demasiado importante como para dejársela solo al gobierno.

 

Dicen que los huracanes con nombre de mujer han sido más devastadores. Si siguiéramos el criterio alfabético de los meteorólogos, este sismo se llamaría “Adela” o algo parecido. Nombrarlos tal vez sea una acción banal en sí, pero ayudaría a organizar la comunicación de su nube de conceptos, y fungiría como clave para recordar estos momentos de unión; evocar “Adela” hasta hacerlo un chantaje emocional cotidiano que nos pida no olvidar.

 

Más al norte, escuchar “Katrina” es también escuchar esperanza, trabajo en equipo y triunfo sobre la adversidad: es decir, el mejor inventario del hombre.

 

@AlonsoTamez

 

 

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