El padre de un querido amigo falleció, hace ahora un lustro con 104 años, llevándose en la maleta su rica experiencia dilatada por más de un centenario de vivencias. Lo digo porque, hoy, morir con más de 100 años ya no es noticia. Sí es noticia que un centenario fallezca por haber corrido un maratón. Sin embargo, carece de interés que en la actualidad alguien muera a los 100 años de una manera natural.

 

Estamos en pleno siglo XXI, donde la tecnología en el campo de la medicina ha dado pasos agigantados y la longevidad es cada vez más frecuente. Si además se utiliza la medicina preventiva y uno ha sido durante su vida una persona ordenada en sus hábitos, casi se podría cerrar el círculo perfecto.

 

Sólo falta la vida sana y el deporte, donde también se ha avanzado mucho. La tecnología aplicada al deporte ha optimizado el rendimiento de los que lo practican. La combinación de todo ello hace que sea algo normal poder llegar a la longevidad.

 

De hecho ya no se habla de tercera edad, sino de una cuarta edad. Se trata de los nonagenarios y centenarios porque cada vez se es más longevo. Desde la Administración deben preocuparse de proporcionarles una posición digna en la sociedad.

 

Pero simultáneamente veo cómo cada vez mueren personas a edades más tempranas. El cáncer, el maldito cáncer se está convirtiendo en una plaga. Recientemente salió la noticia en España de que de cada dos hombres uno padecerá esta enfermedad; de cada tres mujeres, una será también víctima del cáncer.

 

Volteo alrededor y veo también a amigos muy queridos y conocidos que sufren dolencias muy severas. No sólo se trata de cáncer. Son muchas las enfermedades; entre otras las denominadas raras como el ELA.

 

¿Qué está ocurriendo en este mundo globalizado mientras unos sobrepasan la barrera de los 100 años, otros se quedan a mitad de camino?

 

El ritmo frenético al que nos somete la globalización es implacable. Lo mismo que los alimentos que ingerimos, donde la supremacía de la toxicidad y los transgénicos acaba con lo natural.

 

Dicen que somos lo que comemos. Por eso tenemos esas caras cada vez más lánguidas y rancias, querido lector. Empiezo a pensar que el cuerpo humano lo vamos deshaciendo poco a poco hasta convertirlo en ceniza.

 

La competencia, la preocupación en esta carrera a contrarreloj a la que nos vemos sometidos, está comiéndonos. Es hora de poner un freno. La tierra seguirá girando con o sin nosotros. Eso sí, siempre y cuando no acabemos nosotros con ella antes. Nos hemos convertido en auténticos depredadores.

 

He empezado este artículo de una manera seria, porque el tema lo es. Lo termino con algo que no quisiera que se pudiera pensar que quiero frivolizar, pero se trata de un ejemplo muy gráfico.

 

Fui un niño de las postrimerías franquistas y un adolescente de la transición democrática cuando aún no se conocían ni los transgénicos ni la globalización. Fui niño de una España que se lamía las heridas del Franquismo cuando queríamos respirar la libertad.

 

Pero en aquella España sórdida, cuando en la escuela todos jugábamos al futbol, y salíamos a las calles a jugar con los vecinos, y nos intercambiábamos las tortas recién mordidas del compañero, y nos rompíamos las rodillas contra el asfalto, y se mezclaban el sudor y los pelos del cabello, no recuerdo a un solo compañero mío que sufriera de piojos. No pretendo caer en la banalización, pero es un dato objetivo.

 

En la España de 2017, cuando el mundo occidental roza la perfección tecnológica en todos los ámbitos, raro es el niño que no ha tenido piojos alguna vez en su vida. ¿No que estábamos tan tecnificados que eso ya no debería de existir cuando no existió en los 60?

 

Que me explique alguien la condición de un mundo mejor –que cada vez se parece más al de Aldous Huxley- y al mismo tiempo hace más vulnerable al ser humano y a su máquina que es el cuerpo.
La tecnología avanza, pero nos retrasa en este mundo globalizado.