Hubo un Londres, no demasiado lejano en el tiempo, en el que la tensión política y la polarización religiosa, provenían del denominado British Raj: esa inmensidad de territorio que incluía a las actuales India, Pakistán y Bangladesh.

 
Poco después de la Segunda Guerra Mundial, el desastre de la aventura colonial llegó a su fin y los ingleses salieron de Asia Central. Sin embargo, detrás dejaron rencores y cuentas pendientes que de inmediato estallaron: con no poca sangre se separaron las mayorías musulmanas de las hinduistas.

 
Detrás dejaron, también, la pasión por el cricket y el más multitudinario clásico deportivo del mundo: dadas las poblaciones de estos países, audiencias cercanas a los mil millones de personas y por cuatro días de muchas horas de juego; es decir, el Barcelona-Madrid es cosa de niños comparado con este sueño de todo patrocinador.
Una vez escindidas India y Pakistán, en eterna disputa la fronteriza región de Cachemira, con amenazas y atentados permanentes, el cricket heredó la rivalidad.

 
Por ello, el primer nombre del partido fue ríspido: Battle Royale, la Batalla Real, cada que los desencuentros políticos daban espacio para que indios y pakistaníes se encontraran en la cancha. Series abandonadas a la mitad, riñas masivas, trifulcas incluso en un juego a nivel sub-15, invasiones de campo, pavor a actos terroristas, politización.

 

Llegados los años noventa, las autoridades deportivas decidieron hacer un cambio: no más batalla, a partir de ese momento se enfrentarían anualmente en la llamada Copa de la Amistad. Desde entonces el camino no ha sido del todo uniforme; transcurren años en los que sólo juegan si el sorteo de algún evento así lo obliga; como sea, los aires ya son muy distintos.

 
Traigo toda esa historia a colación, porque justo el domingo posterior a los atentados del London Bridge y el Borough Market, estas dos selecciones se enfrentaron en el Reino Unido, cerca de Birmingham.

 
Más allá de la armónica convivencia en las gradad de indios y pakistaníes, de hinduistas con musulmanes, lo conmovedor llegó con un episodio retomado por el diario The Guardian: que se unieran en el repudio al terrorismo, que clamaran juntos que igual de lamentable es un ataque en Inglaterra que en sus respectivos países o en cualquier sitio, que guardaran ceremonialmente un minuto de silencio, que elevaran al deporte a tan ejemplar nivel.
Londres hoy tiene por alcalde a un hijo de inmigrantes pakistaníes, a un musulmán no sólo moderado sino, incluso para el espectro político británico, liberal.

 
La posición de Sadiq Khan, así como la solidaridad y respeto proyectados desde la extinta Battle Royale, de ese hervidero de revanchismo religioso, del clásico India-Pakistán, son un recordatorio de lo transitorio de todo. Incluso de los odios. Y Londres, la que tuvo disputas con irlandeses, franceses, estadounidenses, alemanes, israelíes, japoneses, africanos, lo sabe.

 
Twitter/albertolati

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