Escribo mientras se vacía el estadio Mineirao, pero bien pude hacerlo desde el medio tiempo y refutar los viejos tópicos de esperar hasta el final, de conceder relevancia de sesenta segundos épicos a cada minuto, de dar probabilidad al imposible. Pude incluso dejar escapar renglones, cierto de que no se borrarían, ya desde el minuto veinticinco: una cuarta parte de la semifinal que, en teoría, sólo se definiría en el más empinado de los límites.

 
Escribo en mi estupefacción en la grada y no en el centro de prensa, mientras que los menos de diez mil alemanes que osaron desafiar en el Mineirao al anfitrión, cantan aquello de “Deutschland, Deutschland, Deutschland” con más rutina que explosión, pasatiempo idóneo para esperar autorización para salir (¿o evacuar camuflados?) de esta tribuna, ellos mismos tan sorprendidos como todos.

 
Escribo mientras quedan rostros desencajados con uniforme verdeamarela que quisieran privarse en llanto, purgar en las más agrias lágrimas su pena, exteriorizar estentóreamente su coraje, y sin embargo incluso eso les ha sido negado con tan espeluznante marcador: tras una debacle así, ni llorar queda; acaso en estas situaciones lo mejor sea, como a mi lado un señor de rostro pintado de amarillo, esbozar la más triste sonrisa: la de la resignación, la de lo que se pensó que podía ser.

 
De todas las eliminaciones brasileñas posibles, esta era la única no avistada. De todas las caídas contempladas, esta la última sospechada. De todas las salidas del torneo, esta la por nadie imaginada: gradas coreando oles a favor del rival; hileras de aficionados marchándose antes de la primera media hora; silbidos al ofensivo que nunca fue tal en el Mundial, Fred; consignas anti Dilma Rousseff, nacida en Belo Horizonte y quizá derribada políticamente aquí mismo; increpaciones a un director técnico campeón del mundo y por ende prócer de la patria, Luiz Felipe Scolari; abucheos inclusive cuando el plantel brasileño se abrazó para rezar, una vez concluido el partido y contraída la más indeleble cicatriz en sus carreras (en algunos casos, como del maravilloso David Luiz, por demás inmerecido pensar en marcas definitivas, en heridas que no sanarán, en una noche de Belo Horizonte que, cual sinfonía de Beethoven entonada por sus germánicos opositores, por siempre regresará: Es muss sein!, ¡Tiene que ser así!).

 

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Foto: EFE

Decir que Alemania era superior a Brasil, suena corto e irrisorio a la luz de la goleada. Sin embargo, también hubo circunstancias; demasiadas y para los brasileños punzocortantemente precisas. Sólo con una tormenta perfecta se consuma tan extraño partido. Y es que tuvo un buen arranque el scratch del más devaluado oro (paradoja: en la capital del estado de Minas Gerais, que generó la mitad del oro del mundo hace un par de siglos; más paradojas: en el estadio por ello llamado Mineirao). Pero el arranque fue brevísimo impulso, hasta que Müller, Klose, Kross, otra vez Kross, Khedira sentenciaron irremediablemente al minuto veintinueve.

 
Siempre pensé que si Brasil no se coronaba en su Mundial, habría semejanzas con el Maracanazo, que descubriría ese silencio al que se refirieron los uruguayos de 1950. Nada más lejano de la realidad: ni voltereta, ni llegar a sentir propia la gloria, ni pelotazos al final buscando un rebote santo que cambie la historia, ni el siempre terapéutico recurso de culpar al árbitro. Nada de eso: en el Maracanazo se perdió por soberbia; en el Mineirazo se ha perdido, ante todo, por futbol.

 
Y siempre pensé que si Brasil se coronaba en su Mundial, sería en preponderante medida por ser anfitrión y por gracia de Neymar, después de cuya baja nunca hubo plan y a cuya ausencia no podemos atribuir el naufragio.

 
Alemania poseía hombres en el banco (el prometedor Mario Götze, el adolescente Julian Draxler, el bigoleador Andre Schürrle, el devaluado Lukas Podolski, el siempre resolutivo Kevin Grosskreutz) que ya quisiera Brasil como titulares. Imposible negarlo: sin ataque no hay paraíso, y la verdeamarela no lo tenía: ni en Fred, ni en Hulk, ni en Bernard, ni en Jo, ni en elementos ignorados por Luiz Felipe Scolari como el ídolo de esta Belo Horizonte por lo que hace con el Atlético Mineiro, Ronaldinho Gaucho.

 
Tras vencer a Chile, leyendas como Carlos Alberto y Tostao advirtieron que algo no estaba bien en un plantel que lloró antes de los penales, durante los penales y después de los penales. Peor todavía, que recurría a una psicóloga para cada trauma: por ser anfitriones, por la exigencia y expectativa, por la tensión de los penales, por la lesión de Neymar. Tal vez en tardío apego al gran escritor Nelson Rodrigues, quien sentenciara tras el Maracanazo: “el futbol brasileño lo tiene todo, menos su psicoanalista. Se cuida de la integridad de las piernas, pero nadie se acuerda de preservar la salud interior, el delicadísimo equilibrio emocional del jugador (…) En el juego Brasil-Uruguay entiendo que un Freud hubiera sido mucho más eficaz en la boca del túnel que un Flavio Costa, un Zezé Moreira, un Martim Francisco (los anteriores, entrenadores brasileños de la época)”.

 
La realidad, y más allá de que esta generación brasileña no tiene elementos futbolísticos para competir a este nivel, es que la sombra del Maracanazo siempre estuvo ahí, y que varios de ellos temieron convertirse en Barbosa, el portero hasta la muerte humillado (“En Brasil la mayor pena por un delito, es de 30 años… Yo llevo pagando 44 por un delito que no cometí”, declaró cuando en 1994 le impidieron visitar a la selección que se preparaba para enfrentar a Uruguay).

 
Traumático fin. La peor de todas las goleadas, peor incluso que la que desnudó a la arrogante Inglaterra ante Hungría en 1953 en Wembley. De Maracanazo a Mineirazo: la cruda realidad.

 
Debo terminar aquí el texto, porque mientras que los cracks alemanes han salido a aplaudir a su afición, técnicos de la televisora oficial del Mundial se llevan los contactos, toda vez que la aventura mundialista de Belo Horizonte, como la de casi todo el país, ha terminado.

 
Eso nos remite a la otra resaca, al margen de la de los siete goles, recordada en este preciso instante y simbolizada por lo que se embarca para viajar a Suiza sin pasaje de vuelta: que a partir del lunes, Brasil tiene cuentas que pagar.

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