Todavía no era Premio Nobel cuando lo conocí. Es más, él era un simple mortal y yo ni siquiera tenía idea de quién era ese señor de bigote negro que le caía como palmera sobre los labios, con pantalón y chamarra de mezclilla que acababa de entrar a la librería.

 

Acababa de salir del Liceo y eran mis primeros días como vendedora en la Librería Francesa. ¿Le puedo ayudar en algo?, pregunté.

 

Gabriel García Márquez sonrió (en ese entonces mostraba todos los dientes al sonreír), pareció pensarlo unos instantes y respondió:

 

-Mire, sí… ¿tiene Cien Años de Soledad?

 

Mi primer impulso fue contestarle con una broma, pero el director de la librería, Monsieur Levy, clavó su mirada en mí y respondí de lo más propia: Sí, claro, pase por aquí.

 

El bigotón aquel volvió a sonreír y todavía insistió: -¿Sí lo tienen?

 

Yo estaba segurísima de que lo teníamos pues acababa de pasarle el trapo a los libros de poche (de bolsillo) y lo había visto. Así que enfilé hacia el fondo de la librería. García Márquez me siguió tranquilamente, con su andar despacio, echando de paso un vistazo a las revistas.

 

Encontré el libro y se lo tendí.

 

-¿Y qué tal se vende este autor?-, me preguntó.

 

-Se vende bien, a la gente le gusta mucho-, contesté con toda la intención de lograr mi primera venta.

 

-Ahhh, ¿y a usted le gusta?

 

No lo he leído, respondí; pero ya me dirá usted si es recomendable su lectura, respondí intentando mi primera venta.

 

El de Aracataca, Colombia, volvió a sonreír y me devolvió el libro. No tardé mucho en enterarme por mis compañeras de trabajo -y sus risas-, de quién se trataba el presunto cliente y la broma que me había gastado.

 

Así lo conocí. Después se convirtió en mi cliente y terminamos echándonos algunas partidas de ajedrez en la librería francesa en San Ángel, ya sin la vigilancia de Monsieur Levy.

 

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FRENTE A UNOS HUEVOS CON FRIJOLES.- La mañana aquella en que anunciaron que Gabriel García Márquez había ganado el Premio Nobel de Literatura le hablé tempranito a su casa para felicitarlo. Me dijo: ¡Vente a desayunar!

 

Llegué a su casa de Fuego antes de las ocho de la mañana -la misma donde murió el pasado día 17 a los 87 años-. Reinaba el silencio. Pasamos a la cocina donde Meche, su esposa, preparaba unos huevos con frijoles. Y lo que más recuerdo de esos instantes era lo meditabundo que estaba.

 

No supe en aquellos momentos qué le ocurría, por qué no sonreía como cuando llegaba a la librería, por qué no gritaba de felicidad, por qué no recibía a sus amigos, por qué desayunábamos los tres solos en la penumbra de la cocina de su casa ese día de triunfo para él. Por qué su silencio.

 

Tal vez intentaba asimilar la noticia, quizás vislumbraba el cambio de vida que el Nobel le traería, o a lo mejor simplemente estaba ausente…, quizás en Macondo con su abuelo o con alguno de aquellos fantasmas de la estirpe de los Buendía. Nunca lo supe.

 

Lo que sí me queda claro ahora, a tantos años de distancia, es que aquellas imágenes del desayuno, de los olores y los sonidos, de García Márquez y sus ojos oscuros en su propio laberinto, son más fuertes que cualquier palabra que en aquel momento hubiera expresado. ¡Qué diera por volverlas a vivir!

 

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UNA LECCIÓN DE PERIODISMO.- Pasado el tiempo, en un encuentro fortuito, le comenté a García Márquez que traía una daga clavada porque no me gustó la nota que le escribí cuando ganó el Nobel.

 

-¿Sí sabes qué te pasó, verdad?-, me dijo.

 

Guardé silencio, no supe qué contestar.

 

-¡No te atreviste a mostrar que me querías!-, agregó.

 

-¿Y la objetividad?-, apunté.

 

-Escribe con el corazón -indicó-, él te guiará.

 

 

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GEMAS: Regalo de Gabriel García Márquez: “Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.