La semana pasada, luego del furor inicial que emergió tras el anuncio de que el comediante Stephen Colbert sería quien sustituyera a David Letterman en la conducción del show nocturno de la Columbia Broadcasting System, el panorama cambió para una reflexión más profunda.

 

Sí, el conductor del “Colbert Report” es un tipo talentoso, con una rapidez mental admirable, con un carisma que no deja lugar a dudas y que, además, es buena persona. Pero ¿No era el momento de arriesgar?

 

Y el riesgo no era necesariamente un cambio de horarios o rutinas, tan sólo era un cambio de sexo.

 

O de raza.

 

O de religión

 

O de rango de edad.

 

Pero no fue así.

 

La discusión sobre la uniformidad de la televisión norteamericana lleva décadas. Sí, la tele nocturna ha tenido sus chispazos como Arsenio Hall, pero el afroamericano nunca llegó a tener una distribución masiva a través de las tres cadenas que en ese tramo de los noventa dominaban el dial.

 

De la misma forma, ha habido experimentos como “Chelsea Nightly” o la misma Joan Rivers quien dejó de lado a Johnny Carson para lanzar su proyecto en la Fox que, desde la incubadora, comenzaba a competir-. Hasta George López intentó incursionar pero su emisión era de nicho.

 

La televisión gringa sufre con el melting pot en la pantalla. Series como “Sex and The City” o unitarios de variedades como “Saturday Night Live” sufren de amplias críticas sobre ese desbalance.

 

La discusión reavivó con la selección de Colbert y escaló en dos niveles. No es que ese sea el capricho de un programador o que los directivos de las grandes cadenas sean quienes piensen que esa es la sociedad norteamericana. Es la necesidad del anunciante…y la tendencia del público.

 

Es un hecho que los públicos abajo de 35 abandonan de forma rápida la televisión en los Estados Unidos. Netflix, Hulu y Youtube se han convertido en los aliados de los productores de contenido para que repercuta el chiste o la rutina más allá del horario en que se transmite. Jimmy Fallon lo ha entendido muy bien. No obstante, en el ambiente natural de la televisión, Fallon continúa en el estereotipo de hombre blanco de traje.

 

¿Es la televisión un reflejo de lo que somos?

 

Revisemos la programación mexicana. Los conductores de noticias son uniformes en muchos sentidos. A excepción de Javier Alatorre, los conductores son blancos, la mayoría ha dejado el bigote de lado y los peinados son conservadores. De hecho, la puesta escénica de los noticieros de Televisa son un homenaje a Jacobo Zabludovsky. Pónganle a Gregorio Martínez unos lentes de armazón y comprobarán esto último.

 

Las novelas evolucionan. Dejan atrás el cartón y dan paso a la tabla roca. Las heroínas han quedado a un lado y se ha vuelto un mundo de actores y galanes que sobresalen a la protagonista. Difícil crear nuevas Lucía Mendez, Verónica Castro y Thalías -por decir algunos nombres- cuando la cámara cuida a los Rulli, los Levi, los Colunga. Para las novelas del canal de las estrellas, la sociedad mexicana ya no es la historia de la cenicienta, sino el übersexual.

 

Los programas juveniles se han convertido en asilos de los jóvenes que cambiarían la televisión en los noventa y el espectáculo ha muerto. No existe lo festivo.

 

El rigor de los canales de noticias vive a expensas de lo corto de la falda de la chica del clima. Celebramos la objetividad de periodistas que no sabemos si tienen piernas puesto que nunca han estado en el campo investigando.

 

Por eso es tan difícil que esa discusión de la diversidad en la televisión se dé en México. El paso aún está atrás y enfocado a libertades, objetividad y pluralidad ideológica.

 

Por eso hay cosas que celebrar que hablan de esa diversidad en un país tan centralista y cerrado. Que Carlos Zúñiga tenga el espacio estelar en Milenio Noticias es para celebrar. Que la barra de opinión del 13 tenga desde Horacio Villalobos hasta Gabriel Bauduco -y Sabina Berman o Gabriel Díaz- es para celebrar. Que unos changos hablen de política es de celebrar.

 

Habrá que buscar muchos más motivos.