Desmontar el diseño estético de una dictadura puede convertirse en una de las actividades políticas más complejas. Laura Tremosa, intelectual catalana que sembró fecundas ideas feministas durante la transición a través del Partido Comunista define a Adolfo Suárez como “Un hombre sin ideología, con mucha ambición, poca cultura y una gran intuición política (…) no era un hombre fascista aunque era un hombre del régimen”. Con pocas palabras, Tremosa esboza las virtudes de un personaje que eligió a los extremistas como a sus enemigos, de lo contrario, los republicanos nunca lo hubieran aceptado.

 

Los rasgos actuales de la política española son, posiblemente, los más descompuestos en la joven historia de su democracia. De ahí que la muerte de Adolfo Suárez tenga una enorme carga simbólica y su imagen se encuentre en una especie de proceso de canonización laica por el deseo de temporizar su legado: donde hubo consensos actualmente no los hay; donde hubo una atmósfera propicia para que irrumpiera la libertad, ahora la libertad se encuentra acotada por la mayoría absoluta del Partido Popular en las Cortes; donde la creatividad conspiraba ahora no existe un solo gramaje de ella; si Suárez recibió al catalán Tarradellas para reconocerle como representante de la autonomía catalana, hoy Rajoy se niega a recibir a Artur Mas para dialogar sobre las asimetrías fiscales de la autonomía; allá, cuando el rey Juan Carlos representó la correa aterciopelada del franquismo, hoy, su familia real se encuentra implicada en casos de corrupción (Urdangarin).

 

Y los juegos temporales continuarán: pensemos en las críticas que surgen en Francia o Alemania sobre los recortes que hace Rajoy en política social. ¿Tendrá razón Jorge Herralde al decir que durante el franquismo su generación era mucho más creativa por necesidad?

 

La intuición política no es un don que se haga presente entre los que cultivan los extremismos. Para la extrema derecha, Suárez fue un traidor mientras que, desde la izquierda fue calificado como un personaje arribista.

 

Se entiende que por no tener ideología durante la década de los setenta podría ser considerado como un político peligroso, sin embargo, la intuición política de Suárez le dibujó un mapa real de la España dividida: si no legalizaba al Partido Comunista la transición no tenía cabida. Los contingentes civiles se destaparon con la muerte de Franco; del florecimiento del movimiento estudiantil a los movimientos feministas pasando por los vecinales, todos querían incrementar el número de grados de libertad. Suárez, sin ideología lo comprendió.

 

La intuición política llevó a Suárez a articular y detonar la reforma política con la ayuda de dos personajes: el rey Juan Carlos y Torcuato Fernández Miranda.

 

Suárez restableció las libertades políticas y sindicales; como mencioné líneas arriba, Suárez le abrió las puertas de la Moncloa a Tarradellas en cuya figura vio que la sociedad catalana depositaba una legitimidad distinta a la que Franco programó al propio Suárez. Su reconocimiento a las autonomías vasca y catalana fue de mucho mayor valor al de presidentes como Aznar y el propio Rajoy.

 

Otra de las figuras españolas míticas, Felipe González, intentó desbancar a Suárez en más de una ocasión. En mayo de 1980, le presentó, a través del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), una moción de censura para descarrilarlo de la presidencia. A González nunca le gustó el bajo perfil de Suárez; no era culto ni se había nutrido de política en congresos en Francia como él mismo.

 

La economía era otro de los enemigos a vencer. En España, la inflación se disparó al 23% durante 1977 bajo una tendencia exponencial, el subempleo era enorme y el ingreso per cápita no llegaba a los 13 mil dólares. La crisis del petróleo subyacía en los precios de materias primas industriales. Las dimensiones social y económica fueron incluidas en el Pacto de la Moncloa.

 

Decía Ortega y Gasset que la vieja política consiste en sacrificar a “la Nación para el Estado” mientras que la nueva política se resume en conseguir que “el Estado sea parte de la Nación”. Así pensó no el santo de la política española sino el político ideal que demandó la transición.