Sabedor de que le son ya intrínsecas, Usain Bolt habla tanto de la eternidad y la inmortalidad, como si hiciera filosofía y no atletismo.

 

Como sea, el jamaicano no exagera; confirmado como el hombre más veloz de la historia, su competencia ya es con las generaciones que vendrán y no con quienes durante casi una década han intentado en vano asaltar su corona.

 

Por ponerlo en perspectiva, basta con decir que hasta antes de él, sólo Carl Lewis había ganado dos veces los 100 metros (Los Ángeles 84 y Seúl 88 tras el dopaje de Ben Johnson) y nadie repitió en los 200; hazaña inmensa en su momento, tanto como para apodar “Hijo del viento” a Carl, pero muy menor a lo que Usain buscará consumar este martes: al tercer oro consecutivo en 100 metros, añadir el triplete en 200; por donde se le busque, una barbaridad.

 

Los demás deportes pueden apasionarnos y emocionarnos, pero asumamos que ninguno resulta tan esencial para esta especie (y para la mayoría de las de tierra) como el correr: por supervivencia, por hallar alimento o escondite, por rituales y ceremonias para contentar a cierta divinidad, por esparcimiento, incluso por patriotismo (faceta ya presente en la antigua Olimpia, con deportistas que asumían ese rol de abanderados de una Ciudad Estado) o por negocio, el ser humano corre desde antes de haberse reconocido como tal.

 

Y Usain no sólo lo hace a tal celeridad y con tamaña hegemonía (hablamos de que tiene ocho años en esa cumbre), sino que de la forma más espectacular, vistosa, mediática.

 

¿Qué tan querido es Bolt? Basta con decir que puede permitirse los mayores excesos de soberbia, que puede pedir silencio al estadio antes del pistoletazo que arranca una competencia, que puede tener algo de la deliciosa verborrea de Muhammad Ali, y aun así seguir siendo una de las personas más populares y agradables del planeta.

 

Su procedencia jamaicana le ayuda. Pocos países caen tan bien como ese. La percepción de relax, el legado de Bob Marley, la rítmica sonrisa, son parte del empaque de un velocista que cambió para siempre el paradigma del biotipo idóneo para un esprintero: ya no bajitos o anchos de hombros, sino este individuo de 195 centímetros, que más parece basquetbolista que atleta. Eso, pero sobre todo su delirante dominio; bien se sabe que si no se le saca una buena ventaja al cabo de media carrera, Usain, con su larga zancada, con su capacidad de aceleración, con su estructura corporal menos resistente al viento, remontará y tendrá tiempo para verse en la pantalla, reírse de quienes le persiguen, golpearse el pecho, abrir los brazos, adelantar el festejo a unos instantes en los que la mayoría no hacen más que apretar la mandíbula y aventarse a la meta.

 

Usain ya es eterno, tal como él sabe y nos recuerda a menudo. Este martes tiende a serlo más. Lo contrario, sería la mayor sorpresa de estos Juegos.

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