Fue en Malasia, tan lejos de ese polvorín en el Medio Oriente en el que se ha convertido Siria. Fue en Kuala Lumpur, 7,300 kilómetros al oriente de Damasco, justo a donde esa selección tendría que mudar su casa: de ser anfitrión ante el oleaje del Mediterráneo a hacerlo en el Estrecho de Malaca.

 

Ahí mismo, en Malasia, el 12 de abril de 2016 el sorteo asiático dirimía que Siria quedaba en el grupo de la poderosa Irán. No sólo eso, cerraría la eliminatoria en la más amiga de las capitales para su régimen, Teherán.

 

Por entonces, pocos habrán dado relevancia a ese factor. Siria jamás ha estado siquiera cerca de calificar a una Copa del Mundo y mucho menos se pensaba que eso pudiera acontecer en el momento más convulso de su historia: entre una represión que ha llegado a ataques químicos, la dictadura de Bashar al-Assad, la intervención rusa, las incursiones kurdas, la presencia del Estado Islámico, la rapiña de historia en Palmira y la estigmatización de todo opositor al gobierno como terrorista o fundamentalista.

 

¿Mundial? Si eso podía llegar a ser, sería en cualquier otro momento. Por ello, ni para la anécdota alcanzó que el representativo sirio fuera agrupado al lado de su hermano chiita Irán, ni mucho menos que pudiera sellar su sitio en la Copa del Mundo –para colmo, en Rusia– en territorio persa.

 

Por entonces la selección siria no contaba con el mejor futbolista de su generación. Desde su exilio en Kuwait en el lejano 2012, el volante ofensivo Firas al-Khatib había declarado que no volvería a portar ese uniforme hasta que el gobierno dejara de bombardear a civiles. Nacido en Homs, vibrante ciudad de la que hoy quedan ruinas, al-Khatib fue acusado de pertenecer al Estado Islámico, constante en un conflicto donde toda crítico es disfrazado de radical.

 

Esa misma Homs en la que un año antes otro prometedor futbolista, el portero de la selección olímpica, Abdul Basit Saroot, renunció a acudir a Londres 2012 para convertirse en una especie de juglar de la revolución: cantaba consignas contra la represión.

 

A diferencia de Basit Saroot que abandonó su carrera futbolística, al-Khatib continuó en activo y generó una profunda sorpresa al volver al cuadro nacional. Lo mismo haría un poco después Omar al-Somah, idéntico en la procedencia de Homs y en la protesta.

 

Ante un gobierno que, como el común en la región, intenta manipular a su favor al futbol, la postura del dúo ofensivo es complicada.

 

Meses atrás, el ejército sirio lanzó panfletos a la golpeada población de Alepo, invitándola a jugar un partido que recondujera a la paz. Nadie acudió al derruido estadio Hamdania, temerosos de que fuera una treta de las fuerzas de al-Assad para emboscarlos.

 

Como sea, al-Khatib y al-Somah decidieron representar a ese pueblo que hoy supura con cinco millones de desplazados y más de 500 mil fallecidos.

 

Irán llega al partido definitorio ya calificada a Rusia 2018, sin nada que disputar. Si Siria se impone y Corea del Sur pierde en Uzbekistán, las Águilas de Damasco estarán en su primer Mundial. Otras combinaciones le colocarán en una repesca que aparentemente sería primero ante Arabia Saudita (otro agente medular en el conflicto) y luego contra el cuarto de Concacaf.

 

Como sea, todo pasa por sus únicos genuinos aliados en la región, Irán, y todo puede seguir en el país más activo en su conflicto, Rusia, sede del torneo.

 

Sí, aquel sorteo en Malasia, en abril de 2016, no dimensionó el capricho al que le había conducido el destino.

 

Twitter/albertolati

 

caem

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