Casi en todos los cuentos del libro Siete casas vacías, publicado por Páginas de Espuma y Colofón, encontré esa misma angustia que me hacen sentir dos poemas: “Tu perro se muere” de Raymond Carver y “Melodrama” de Justo Navarro. En las tres obras literarias hay un elemento de extrañeza dentro de un entorno cotidiano que a diferencia de la literatura de terror, en donde ese elemento siniestro es de orden sobrenatural, en estos tres autores, ese elemento es de lo más terrenal sin dejar de ser siniestro, lo que lo vuelve más aterrador.

 

Muchas veces, en los cuentos de Siete casas vacías, el elemento terrorífico proviene de un desequilibrio del orden lógico de los acontecimientos cotidianos. Ese desequilibrio se encuentra en los objetos que rodean a los personajes, como por ejemplo, en una azucarera de madera; o en las acciones fuera de lugar de algún personaje, como utilizar la ropa interior de una niña de ocho años para abrirse paso entre el tráfico o ver a correr a una pareja de ancianos desnudos o pensar que si se abre la ventana de un auto y se avanza lo suficientemente despacio podría parecer que se camina.

 

¿Locura? ¿Terror psicológico? ¡Claro, podría ser! Parafraseando a Michael Foucault, valdríamos decir que la locura sólo se da en sociedad y dentro de los mismos límites que su sensibilidad permite. Entonces, Schweblin está en la línea entre lo permitido y lo que no lo es. Es ahí, cuando sus historias rebasan el límite de lo conocido, donde se instala cierto tipo de angustia.

 

Y es que no hay nada que llene de pánico más a los seres humanos que aquello que conocemos o creemos conocer y de repente se vuelve desconocido como la llamada que recibes en medio de una fiesta para darte una noticia que te deja mudo, frío, mientras miras a tu alrededor y todo es alegría. O la insistencia de oír tu nombre a gritos de una persona cercana a ti mientras escribes con tranquilidad un poema.

 

El contraste entre el mal agüero y la calma es el motor principal para muchas historias. Recordemos el famoso poema “El cuervo” de Poe o aquel cuento de Chéjov que se titula “El miedo”: «¡Qué tontería! “pensaba interiormente”. Esta aparición me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo».

 

Schweblin utiliza el clásico suspenso, pero dentro de un ambiente cotidiano, citadino, de suburbios de clase media, para mostrar a unos personajes con una fijación poco común y sutiles a la vez. Como una mujer que da un paseo con su hija para acomodar los adornos de los jardines de casas ricas, un hombre que ayuda a una niña a ponerse su ropa interior, una mujer que evita decirle una verdad a su marido y sale a pasear mientras éste la espera inmóvil en su departamento o unos ancianos que deciden desnudarse y desnudar a sus nietos.

 

Schweblin sabe muy bien qué es lo que quiere contarnos para provocar ese tipo de emociones. Conoce muy bien a sus personajes, los ha visto desde antes que tuvieran esa historia digna de contarse, sabe sus secretos y sólo nos muestra la punta del iceberg, precepto (muy bien aprendido) de Hemingway.

 

Siete casas vacías es un libro que maneja el arte del cuento y sigue la vertiente de los grandes contadores de historias, que van desde Sherezada hasta Bolaño. En este libro hay siete historias con manías que los harán extraños delante de los mismos seres con los que conviven cotidianamente.

 

¿Locos? Claro, porque no sólo los locos son aquellos que se encuentran encerrados en los manicomios y no sólo las manías se presentan como algo grandilocuente.