Blanco imborrable e interminable. Espesura que parece haber tatuado a la eternidad en hielo. Hundirse a cada paso en sus nevados bosques, apocarse por el mismo árbol altísimo que se repite por kilómetros hasta donde la vista alcance, perderse en las palabras de Ryszard Kapuscinski: “es su enormidad, es su infinitud, es su oceánica falta de límite. El mundo no tiene final aquí; el mundo no tiene final. El hombre no está hecho para algo tan inconmensurable”.

 

Siberia, y todo lo que se diga abarcará tan poco como la mirada aquí: donde las palabras, como las fotos, como las descripciones, brotan resignadas a su imposibilidad, a su inutilidad, a su fracaso. Siberia y un extraño matrimonio con el futbol.

 

En Sudáfrica 2010 fue Nelspruit, estadio pegado al Parque Kruger, una de las mayores reservas para safari en África. En Brasil 2014 fue Manaos, cancha en el corazón del Amazonas, no lejos de ese delirante punto en el que los ríos Negro y Solimoes tardan unos kilómetros en mezclarse para continuar como caudal amazónico.

 

Desde que se anunciaron las subsedes de Rusia 2018, quedó claro que Ekaterimburgo heredaría esa condición: ser, con abismal diferencia, el sitio más interesante donde se juegue el Mundial; tan interesante que cuesta trabajo relacionarlo con el balón, como sucedió antes a Kruger y el Amazonas.

 

Por un lado, y tal como en los dos precedentes citados, es la vastedad: hace falta pararse en Siberia, incluso en su inicio como lo son los montes Urales en Ekaterimburgo, justo donde se marca la frontera que separa a Europa de Asia, para magnificar lo que esto representa; 77 por ciento del territorio ruso está conformado por la masa siberiana; la noción de que podríamos conducir recto por días y días, por miles y miles de kilómetros, saber que al sur iniciarán y terminarán tres de los países más extensos del planeta (India, Kazajstán, China) y nosotros seguiremos de frente sin interrupción hasta llegar al estrecho de Bering vecino a Alaska.

 

Por otro, la pesadísima historia; bautizada en honor de Catalina, la esposa del zar Pedro el Grande, imposible sospechar que se convertiría en la última morada de la dinastía Romanov. A unos cuantos metros de donde estos renglones escribo, fue asesinado el zar Nicolás II, junto con su esposa Alexandra Feodorovna, sus cuatro hijas (incluida, pese a los rumores alimentados desde Occidente, la princesa Anastasia) y el heredero al trono Alexei.

 

A fines de los años setenta se demolió el edifico en donde la familia imperial fue confinada y luego masacrada. Sin embargo, en su exacta locación se levantó la Iglesia sobre la Sangre que recrea en una pesarosa estatua ese trágico momento: el zar, cargando a su descendiente enfermo de hemofilia, ha descendido al sótano en el que perderá la vida; detrás avanzan por las escaleras su esposa y sus hijas. En el sitio donde inicialmente pretendieron enterrarse sus cuerpos se ha levantado un monasterio, en el que ya se les concede el estatus de santos mártires de la iglesia cristiana ortodoxa. Al tiempo, en la fosa en la que finalmente serían sepultados, existe otro memorial.

 

Es cuestión de conducir unos veinte kilómetros hacia el oeste, es decir, volver de Asia hacia Europa, para toparnos con otro símbolo luctuoso: sobre una fosa común en la que se detectaron veinte mil cuerpos, la hermosa Siberia llora ahí por haber sido para siempre amarrada a la peor cara de la humanidad: a la de la crueldad y el horror del Gulag.

 

Como Alexander Solzhenitzyn dijera en Archipiélago Gulag: “la línea que separa al bien del mal, no pasa por estados, clases ni partidos políticos, sino exactamente por cada corazón humano”.

 

Línea imposible de divisar en este planeta blanco ajeno al nuestro. Línea tan clara en esa Iglesia sobre la Sangre. Línea tan indiscutible en cada uno de los miles de nombres que leemos, tras limpiarlos de nieve, en ese monumento a las víctimas del Gulag.

 

Siberia. Difícil pensar en futbol, en la ciudad donde México jugará. Siberia, difícil que el Mundial llegue de nuevo a tan delirante lugar.

 

 

Twitter/albertolati