En “La crisis de México” (1947) –el que varios ubican como el ensayo político más importante del siglo XX mexicano–, Daniel Cosío Villegas delinea como la Revolución quedó a deber no en términos de agendas sino de resultados, sobre todo en el área democrática-electoral: “Más significativo todavía es el hecho de que esa renovación no haya sufrido hasta ahora la única prueba que podría darle un carácter genuinamente democrático: un triunfo electoral señalado de un partido (…) opuesto al gobierno. Esto último quizá no fue de una urgencia angustiosa mientras la Revolución tuvo el prestigio (…) para suponer que el pueblo estaba con ella (…) pero cuando la Revolución ha perdido ya ese prestigio (…) entonces habría que someter a la elección real del pueblo el nombramiento de sus gobernantes”.

 

A lo que propiamente se refería Cosío Villegas, dice el historiador Enrique Krauze, es a que “la Revolución había abandonado su programa cuando apenas comenzaba a cumplirlo: su sueño maderista se había quedado en la simple remoción sexenal, sin fincar verdaderamente la vida democrática”. Ello, con el tiempo, significaría una pesada losa para el partido gobernante, el PRI: este necesitaba, pues, legitimidad constante ante la cada vez mayor conciencia democrática del país derivada del ensanchamiento de la clase media, sobre todo, durante el “desarrollo estabilizador”.

 

Tras el movimiento estudiantil de 1968 y el “Halconazo” de 1971, el viejo régimen fue herido de muerte: se desangraba poco a poco en términos de aceptación social. El entonces presidente Luis Echeverría (1970-1976) había prometido apertura democrática; cosa que no sucedió en la realidad. Asimismo, las crisis internas en el Partido Acción Nacional provocaron que este instituto no presentase candidato presidencial para las elecciones de 1976, y como es sabido, José López Portillo –el candidato del PRI para suplir a Echeverría– no tuvo rivales oficiales en la boleta electoral; él era el único candidato registrado.

 

Sin dimensionar lo que provocaría, dicha candidatura única evidenció dos cosas: lo bajo que podía caer la farsa democrática en México; y que el régimen emanado de la Revolución, si quería sobrevivir, necesitaba fortalecer a la Oposición. Es ahí donde encontramos cierto ritmo histórico en el hecho de que López Portillo, autonombrado “la última esperanza de la Revolución”, emprendiera la reforma política que, en términos prácticos, inició la Transición democrática del país, pues en su núcleo incluía diversas llamadas a la cohabitación y la concordia política que con el tiempo darían paso a otro punto de quiebre: 1988.

 

La reforma política de 1977 –probablemente el único gran tanto de López Portillo como presidente– es uno de esos episodios en los que México acertó. El gobierno priista, contra todo pronóstico, hacía enmiendas legales para, en síntesis, aumentar la participación política opositora vía la creación de los diputados plurinominalesincrementando, para dicho efecto, el número de diputados a 400 –300 uninominales y 100 plurinominales–; suavizar los requisitos para que agrupaciones políticas pudiesen salir de la clandestinidad –el Partido Demócrata Mexicano, el Comunista Mexicano y el Socialista de los Trabajadores lograron su registro–; y aplicar una política de amnistía que, inspirada en la Transición española, buscaba suturar la herida de la “Guerra sucia” contra la guerrilla en los años 70.

 

El 5 de febrero de 1978, Jesús Reyes Heroles –entonces secretario de Gobernación y artífice principal de las enmiendas–, con motivo del LXI aniversario de la Constitución de 1917, pronunció en la ciudad de Querétaroun discurso titulado “Avanzamos en la democracia, perfeccionándola o retrocedemos”. En este, el tuxpeño sostiene: “La reforma política no va en contra de nadie ni de nada, está en favor de México. Se perfila como medio de hacer más sólida y fecunda la estabilidad política, sobre la base de que estabilidad política no es sociedad en descanso, no es quietud; es movimiento y transformación”.

 

A 70 años de “La crisis de México”, y a 40 de aquella reforma, México merece recordar cuando la política funcionó; cuando el poder se autolimitó en aras de la pluralidad y, por primera vez en mucho tiempo, compartió –no por gracia sino por inteligencia– autoridad para despresurizar un México frustrado en anhelos; ese que Carlos Fuentes llamaba en “La silla del águila”, “un país de fatalidades dinámicas (…) con demasiadas insatisfacciones sepultadas en el tiempo, largos siglos de pobreza, de injusticia, de sueños soterrados”.