En materia política, la reforma más importante decidida por el presidente Enrique Peña Nieto y los partidos en el Pacto por México no es la llamada Reforma Electoral, aún con sus polémicos contenidos; el verdadero cambio político pactado entre el presidente y los partidos es una Reforma al Poder que, sin ser reconocida oficialmente, está buscando redistribuir el poder político en México, quitándole facultades, programas y atribuciones a los gobernadores, para repartirlos entre el gobierno central y las dirigencias de los partidos políticos.

 

Peña y los líderes partidistas quieren acabar con el poder discrecional de los gobernadores, fortalecido en los 12 años de gobiernos del PAN, y volver a los mandatarios al ámbito estrictamente local, sin el protagonismo y la fuerza política y mediática que les dio el manejo discrecional de recursos federales, la libre capacidad de endeudamiento de sus estados y el manejo de las elecciones locales. En síntesis: quieren debilitar a los gobernadores para que, sin el poder feudal que tuvieron en la última década, dejen de ser, entre otras cosas, protagonistas incómodos y hasta aspirantes predestinados a la sucesión presidencial.

 

Hacia allá apuntan varias reformas ya aprobadas en el Pacto por México y otras que están por aprobarse; sin decirlo, el presidente y los partidos entendieron que el poder de los gobernadores desafiaba la democracia –vista desde el centro– afectaba la equidad en la contienda y representaban un obstáculo para la consolidación de un nuevo orden político como el que se propuso, en la práctica, el mecanismo cupular de entendimiento que representa el citado Pacto.

 

La estrategia comenzó por desacreditar el ejercicio de recursos federales por los estados. Casos emblemáticos como el de Andrés Granier en Tabasco o Armando Reynoso en Aguascalientes, apuntalaron el discurso de la discrecionalidad y corrupción en el manejo de partidas federales. Así se llegó al tema educativo en el que se decidió que las nóminas federales para el magisterio volverían a manejarse desde la Federación y no desde los estados. Hasta ahí los gobernadores no se sintieron aludidos, pues el gasto educativo era para ellos un grave problema político.

 

Pero luego vinieron otras propuestas como la de volver a centralizar ramos como el 33 o el Presupuesto federal para la Salud, y a eso siguió la primer ley que puso en alerta a los gobernadores: la iniciativa para limitar la contratación de deuda desde las entidades federativas que plantea devolverle a la Secretaría de Hacienda las decisiones en materia de endeudamiento de los estados, lo que afecta su capacidad presupuestal. Esa ley, aún detenida en la Cámara de Diputados, provocó las primeras reacciones silenciosas de molestia entre los mandatarios locales.

 

Luego vino el tema que desató la rebelión de los estados: la Reforma Político-Electoral y su propuesta de desaparecer los institutos estatales de elecciones y los tribunales locales, para dar paso a un mega Instituto Nacional Electoral. Detrás de la iniciativa impulsada por el PAN y aceptada por Peña y el PRI, estaba la intención de cancelar la injerencia se los gobernadores en las elecciones de sus estados y limitar lo una de las fuentes de su empoderamiento excesivo en los últimos años. Eso lo argumentaban los panistas pero en el fondo lo quería también Peña Nieto.

 

Paradójicamente con la Reforma del Poder que ha venido realizando a través de varias reformas, Peña Nieto le cerrará el paso a varios gobernadores que pudieran soñar con   la sucesión de 2018. Varios mecanismos políticos y económicos que le permitieron a él mismo construir desde el Estado de México una candidatura presidencial con presencia nacional, ahora se verán eliminados o limitados para varios gobernadores del PRI o de cualquier otro partido, lo que garantiza que la sucesión vuelva al gabinete presidencial. Con gobernadores más débiles habrá secretarios más fuertes en el 2018.

 

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