El presidente Enrique Peña Nieto y su reforma energética, que avanza con prisas, de la mano del PRI y el PAN en el Senado, pasarán a la historia como los autores del fin de una era en México: la del Estado financiado por la renta petrolera de Pemex, como la empresa pilar que sostuvo por más de siete décadas el presupuesto público del país y forjó, en varias generaciones de mexicanos, el concepto de soberanía basado en la propiedad nacional y control total de los recursos energéticos.

 

Con todos sus vicios y desviaciones, ese fue el concepto y el paradigma sobre el que se sentaron las bases del país que conocimos hasta ahora: la renta petrolera bajo el control completo del Estado como el elemento que dio cohesión y sustento a los proyectos de desarrollo trazados por los gobiernos posrevolucionarios; desde el desarrollo estabilizador, hasta las décadas de la inflación, crisis y falaz abundancia, hasta el modelo neoliberal y su apertura económica, la economía de este país no se entendería sin el financiamiento del petróleo como el soporte principal que impulsó y sostuvo el crecimiento.

 

Hoy, con los planteamientos contenidos en las reformas constitucionales a los artículos 27, 28 y 29 de la Constitución, ese paradigma cambia. Aun con el sofisma reiterado por los promotores de este nuevo modelo energético, de que la propiedad de los hidrocarburos seguirá siendo irrestricta del Estado, se plantea un nuevo concepto en el que ni la renta petrolera será ya sólo del Estado y se compartirán ganancias con las grandes empresas privadas nacionales y trasnacionales, ni Petróleos Mexicanos será ya el principal sostén del gasto público como lo fue en los últimos 75 años.

 

Si hoy Pemex aporta casi 40 centavos por cada peso de dinero público que se genera y se gasta en el país, ¿cuánto va a aportar la nueva empresa pública que será la petrolera nacional y cuánto aportarán por concepto de impuestos las nuevas firmas petroleras privadas a las que se les compartirá la ganancia energética bajo las “licencias” que se les otorgarán para explorar, extraer y comercializar hidrocarburos y sus derivados del subsuelo mexicano? ¿Esa proporción de 40% del gasto público se sostendrá con el nuevo esquema de competencia en la explotación petrolera?

 

De entrada, la reforma energética rompe también con un viejo lastre que subyugó a Pemex y la convirtió en una caja recaudadora: el control de la Secretaría de Hacienda sobre la renta petrolera de la empresa estatal, que ahora será manejada por un Fondo Petrolero bajo la rectoría del Banco de México que decidirá cómo se distribuyen las ganancias y los dividendos obtenidos por la compañía nacional. En teoría, eso daría la oportunidad de capitalizar más y mejor a la paraestatal, aunque no está claro si ese nuevo mecanismo garantizará la fuente de ingresos que Pemex fue hasta ahora para el erario federal.

 

Poco o nada se dice de la corrupción que, junto con el concepto de nacionalismo y soberanía energética, se prohijó en Pemex y que la reforma no aborda en ninguno de sus puntos; salvo la salida del sindicato petrolero del Consejo de Administración de la empresa petrolera, que anoche se daba por aceptado por el PRI en un transitorio que condicionaron los senadores del PAN para garantizar su voto, es poco lo que aborda hasta ahora la iniciativa constitucional sobre los vicios, la corrupción y las prácticas discrecionales que prevalecen al interior de la empresa del estado y que la reforma, por sí misma, no logrará cambiar.

 

Por ahora nos encaminamos a la aprobación en cuestión de horas de un cambio sustancial en la vida del país. Se termina una era y se abre una nueva etapa con nuevos modelos y paradigmas de desarrollo en los que se cree que la inversión privada y la llegada de las grandes petroleras trasnacionales le darán un nuevo impulso al crecimiento y al desarrollo del país y de su sector energético, aunque también está la visión que ve en esos cambios un retroceso histórico y una pérdida de soberanía ¿Cuál de las dos visiones tendrá la razón histórica?