He escuchado y pensado muchas cosas de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), pero nunca lo había abordado desde lo programático. Por eso compré su último libro, “2018: La salida. Decadencia y renacimiento de México” (Planeta, 2017). Una genuina curiosidad me llevó a pagar esos 198 pesos: ¿qué es lo que ofrece a su grey? Siendo el líder social más importante del país y futuro candidato presidencial, lo que diga u omita, debe analizarse.

 

Apenas abrí el libro y una afirmación cacheteó mi memoria: en la segunda página del primer capítulo “Banda de malhechores”, AMLO menciona que el “desarrollo estabilizador” –periodo, como define el economista Jonathan Heath, de “crecimiento económico elevado y sostenido, en un ambiente de estabilidad de precios” y un “crecimiento promedio anual (…) de 6.3 %”– “va de los años treinta a los ochenta del siglo pasado”. No es por quisquilloso, pero la academia suele ubicar este periodo de dinamismo entre los años 1954 y 1970 –por ejemplo, el economista Carlos Tello– o 1958 y 1970 –como el propio Heath–.

 

AMLO ubica la “decadencia” desde el periodo presidencial de De la Madrid. Para el autor, ahí se cimentaron las políticas económicas “neoliberales” que promovieron la privatización de varias ramas públicas durante el salinismo –sin mencionar nombres ni periodos, porque no es tonto, AMLO parece suscribir la política lopezportillista de incursión gubernamental en diversas áreas de la economía hoy en manos de particulares–. Y para consolidar su base argumentativa, reitera que la misma política económica “fue mantenida durante los gobiernos de Zedillo, Fox y Calderón”, y permanece hasta hoy en día.

 

Tras tachar a Fox de “ridículo” y “farsante”, pasa a la elección de 2006. Afirma que Calderón –“personaje menor, ramplón y vulgar”– actuó en contubernio con los priistas –“el PRI y PAN son una misma cosa a la cual llamo PRIAN”– para detener su llegada a la presidencia; y abiertamente insta a que “hablen la maestra Elba Esther” y –de manera un tanto engañosa porque no aclara nada al respecto– “Joaquín Guzmán Loera, el Chapo”, ya que ambos, con su testimonio sobre aquella jornada, “harían un gran servicio a la causa de la democracia”.

 

Sobre su propuesta económica, AMLO asegura: “Hay suficientes razones (…) para sostener que erradicar la corrupción en el gobierno nos permitirá ahorrar hasta 10 % del presupuesto público; es decir, 500,000 millones de pesos” –el presupuesto 2016 fue de 4 billones 763 mil 874 millones–. Mismos pesos en los que sustenta su proyecto de “Estado como motor del desarrollo” –gran plan de infraestructura para, a la “New Deal”, generar empleo; eliminación de exámenes de admisión en universidades públicas para que nadie quede sin estudiar; pensión universal para adultos mayores que sea del doble de la que hoy existe en algunas entidades; internet gratis en “carreteras, plazas, escuelas, hospitales y en instalaciones públicas”, entre muchas otras acciones–, y misma moralidad intangible que le permite decir cosas como que eliminar la corrupción “depende principalmente de que en esa tarea se involucre la voluntad política y la capacidad de decisión” del Ejecutivo. ¿Se trata de voluntad personal o de consolidación institucional? Ojo: en dicha respuesta se debaten dos visiones muy distintas de país.

 

Sin embargo, la visión del Estado multifunción choca con su propia idea: “Aplicar una política de 0 endeudamiento y baja inflación” –¿cuánto llegará a costar, por ejemplo, dicha pensión universal si para 2050 se estima que cerca de una cuarta parte de México estará en la vejez (CONAPO, 2014), pero AMLO ni siquiera menciona un alza de impuestos?–. Sobresimplificando causas para construir retórica, AMLO declara que la incapacidad económica del Estado para cumplir sus funciones es por un problema de corrupción y no de finanzas –pareciera que el inexistente federalismo fiscal mexicano no es problema para él–.

 

AMLO acierta, considero, en varios diagnósticos: el contratismo voraz, coludido con el sector privado, fomenta gran parte de la corrupción gubernamental; la austeridad pública en un país como este no solo es un mandato administrativo sino moral –señala que todos los servidores públicos deben “vivir en honrada medianía”–; que su pedestal en política exterior sea “el respeto al derecho ajeno” –aunque ésta visión le obligue a ser ambiguo ante la situación venezolana, y que en materia de comercio se muestre suspicaz y en ocasiones proteccionista–; y su clara concepción del histórico rezago del sur-sureste –una herida moral de México–. Con respecto a las reformas del Pacto, sostiene: “Se consultará a la gente si tales reformas se mantienen o se cancelan”; y enfatiza alrededor de la energética: “Devolver a la nación el dominio exclusivo sobre el petróleo y la industria eléctrica”, si así lo decide el pueblo –contraviniendo, con retórica algo engañosa, el pragmatismo energético que ha moldeado al mercado mundial en los últimos años–.

 

El autor cierra su libro con dos planteamientos: propone crear una “constitución moral” para el país –además de la política ya existente–, inspirada en la famosa “Cartilla moral” de aquél “regiomontano universal”, Alfonso Reyes; y describe un México idílico tras el lopezobradorismo, en 2024.

 

Sobre el libelo del decoro, menciona: “Existe una reserva moral derivada de nuestras culturas (…) estos fundamentos para un república amorosa deben convertirse en un código del bien (…) Una vez elaborada esta constitución moral vamos a fomentar valores por todos lo medios posibles (…) en las escuelas, en los hogares y a través de medios impresos, radio, televisión y redes sociales”. El problema central: ¿quién realmente decidirá qué es “moral” y qué no? Mi liberal interno se retuerce al pensar en un Estado diciéndome que ahogarme en alcohol, tener una relación poliamorosa o suicidarme, no son actitudes permitidas por la “constitución moral” –por otro lado, ¿será ésta obligatoria?–.

 

El sexo vende pero la esperanza hipnotiza. Y AMLO lo sabe. En su visión de 2024, apuesta alto: en su sexenio el país habrá crecido al 4 % anual, y en 2024, llegaremos al 6 % –México creció 2.3 % en 2016 (Banco Mundial, 2017)–; el ingreso de los trabajadores “habrá recuperado cuando menos 20 % de su poder adquisitivo” –este ha decrecido 11.1 % entre 2013 y 2016 (CAM-UNAM, 2017)–; “ningún mexicano padecerá de hambre y nadie vivirá en pobreza extrema” –11.4 millones viven en pobreza extrema; 9.5 % de la población (CONEVAL, 2014)–; el índice delictivo será 50 % más bajo, “no existirá la delincuencia de cuello blanco y estarán erradicadas por completo la corrupción política y la impunidad” –93.7 % de los delitos no se castigan (ENVIPE-INEGI, 2016)–; y la “compra del voto y el fraude electoral serán solo desagradables recuerdos para el anecdotario” –6 de cada 10 consideran que hubo fraude en Coahuila y en el Estado de México (Parametría, 2017)–.

 

Más que un programa de gobierno, AMLO cuenta una historia; y aplica todos los dobleces necesarios para que ésta tenga congruencia narrativa –mandato entre novelistas–. El México de AMLO es uno que espera ser salvado por él. Otro político que escribe, el primer ministro francés Édouard Philippe, piensa que “el hombre político (…) es un ego desmesurado”; tal vez, pero ello no da derecho que éste pierda noción de sus limitaciones o deposite excesivas esperanzas en intangibles como la “ética” o la “honestidad”. Debo decirlo: en el libro no hay una sola palabra de autocrítica. Se lee un hombre supuestamente humilde e idealista, y tal vez lo sea, pero no se percibe el hombre-contundencia que deberá domar el México de sangre y fuego; ese al que no le importan los buenos deseos.

 

En su mente, él es el protagonista del mejor libro que no ha escrito jamás… por lo menos hasta hoy. Creo en la política democrática; México tendrá la última palabra. Este texto busca contribuir a edificar ese marco de decisión que el ciudadano requiere para decidir su futuro.
@AlonsoTamez

 

 

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