Imposible aquí, mas que en ningún otro sitio, escapar a las garras de la historia; si en otras tierras la historia persigue, en Moscú atrapa y ya no suelta.

 

Por el hoy nevado Parque Gorki, donde nos reciben fachadas marcadas por simbología comunista y los altoparlantes en los que se recitaban fragmentos de Das Kapital de Karl Marx; por la Plaza Roja, de momento con una gran pista de patinaje sobre hielo, ante la que se mantiene exhibido el cuerpo de Lenin a casi cien años de su muerte; por el Kremlin, ante cuyas murallas se guardan honores a ese soldado perecido en la Batalla de Moscú, cuando los nazis estuvieron sin saberlo tan cerca de tomar la capital del país más colosal; por la Catedral de San Basilio, dicen que metáfora de la política rusa: fascinante y colorida por fuera, laberíntica e inexpugnable por dentro; por el estadio Luzhniki, encabezado por una de las pocas estatuas de Lenin que sobrevivió a la URSS, en el que se inaugurará y cerrará el Mundial; por el intimidante edificio de la Lubianka, cuartel de la KGB desde donde la crueldad de Lavrenti Beria no halló límite, ningún combustible más duradero que la paranoia; por el inconfundible pico de la Universidad Estatal de Moscú, alma máter de Chekhov y Turgenev, lo mismo que de Gorbachov, Sakharov, Pasternak y demás Premios Nobel; por las estatuas de cada estadio de futbol: de Lev Yashin en el del Dynamo (protagonista del póster del Mundial) a Eduard Streltsov en el del Torpedo (el crack enviado a Siberia presumiblemente por negarse a jugar para el equipo del ejército, el CSKA) a los hermanos Starostin en el del Spartak (también deportados al Gulag, acusados de conspirar contra la vida de Stalin, frente a quien antes habían jugado un partido en plena Plaza Roja).

 

“Moscú, siempre helado y corriendo, helado y corriendo”, describiría Mikhail Bulgakov. Vemos el escarchado caudal del río Moscova y pensamos en el padecer de Vladimir Nabokov al haberse tenido que exiliar: “Algunos nos fuimos en remolinos como espirales de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos maternos están melancólicos”. A unas cuadras, la Plaza Pushkin nos remite a nadiezhda, palabra rusa para esperanza, en la pluma del poeta más venerado en este idioma: “¡Confía, amigo! Brillará la estrella del divino día en que Rusia se despertará”. Aunque siempre con algo de desolación, como Nikolai Gogol se ocupará de que no olvidemos (“¡Dios, qué triste es nuestra Rusia!”) y Marina Tsvitaeva de que nos resignemos (“No puedo dejar de marcharme pero tampoco puedo dejar de regresar: así es como un hijo le habla a su madre y un ruso le habla a Rusia”).

 

Aquí, entre fantasmas de toda época, la vastedad territorial lo es también emocional. Aquí, donde los lamentos se lloran con orgullo. Aquí, donde poco puede significar todo, la ficción convertirse en realidad y el absurdo en llevadera rutina. Aquí, donde el pasado fue invitado a quedarse. Aquí, hervidero de historia, donde el reloj de la Torre Spaskaya, capricho de Pedro el Grande, da entrada al sorteo de grupos en ese Kremlin y desata el Mundial.

 

 

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