La militancia de izquierdas le ha pasado una elevada factura a la caricatura mexicana, que con excepciones notables –Jis y Trino, más recientemente Ríos– se ha orientado claramente hacia la política. Desde siempre y en todas partes, la mejor caricatura tiende a ser el territorio de la batalla campal contra la vida, el espacio ácrata y rebelde de los inconformes por sistema, de los que entienden que en el mundo, el de la política y el que sea, hay algo esencialmente absurdo y disfuncional que merece ser visto con lupa y diseccionado al margen de certezas inamovibles y actos de fe: de ideologías.

 

No así en la tradición mexicana, donde abundan los indignados, lo que equivale a decir: los hombres de fe, y donde por lo tanto la caricatura se ha vuelto con demasiada frecuencia un vehículo de propaganda y una muestra de encabronamiento militante. No es que esta forma de la caricatura sea exclusiva de estas tierras, ni mucho menos, pero pasa que en otros países encuentra espacio en panfletos de esos que se distribuyen a la entrada del metro, no en periódicos de distribución nacional que alguna vez –en días más felices, días más de banderas y proclamas– fueron incluso de distribución masiva.

 

Por supuesto que hay excepciones notables, como el brillante Naranjo, muerto en noviembre pasado, y desde luego como Rius, que nos dejó hace unos días. Han sido meses duros para la caricatura, sí. Nacido el 34 en Michoacán de una familia reciamente católica, Eduardo del Río se movió a otras formas de la fe, de esas que no se asumen como tal. El caricaturista y desde luego “historietista” se hizo ateo, pero creyó fervorosamente en la Revolución Cubana, el vegetarianismo y, en una de las formas del prejuicio más repelentes, en la naturaleza maligna de los judíos: fue en efecto un antisemita. Pero no tuvo nunca un verdadero temple de indignado; era demasiado irónico para eso. Se deja ver siempre en Rius algo de naturaleza crítica y plural, esa mezcla tan rara de acidez y buena onda que le permitió tomar distancia no sé si de todas, pero de muchas de esas formas de talibanismo. No parecía enojado, nunca.

 

Ese fue su gran talento. Estuvo permeado por las contradicciones, pero supo lo que no saben muchos de sus colegas: que la verdadera inteligencia, que es la materia prima del arte de la caricatura, radica en abrazarlas y darles cauce, no en subordinarlas a un discurso monolítico, en blanco y negro, como de sacerdote furioso. Así como lo hizo él: de buenas. Era único, sí.

 

caem