Hace 104 años los mexicanos estábamos metidos en una Revolución. Muchos de nuestros abuelos y abuelas la hicieron porque querían intentar la democracia; otros también la justicia social, la agraria, la educativa, la económica y, sobre todo, querían un gobierno que fuera elegido por la mayoría, para gobernar a un país que se caía de viejo luego de más de treinta años de una imposición política ya insostenible.

 

Durante los once años que duró la confrontación murió un millón de mexicanos y otro tanto salió del país. También los hubo que miraron para otro lado o los que medraron con el movimiento: ¿quién ganó? ¿Quién perdió? Todos perdimos y hoy estamos de otro modo, en lo mismo.

 

En su obra “Zapata y la Revolución Mexicana” John Womack nos dice que aquella fue una historia acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que por eso mismo, hicieron una revolución.

 

“Nunca imaginaron un destino tan singular. Lloviera o tronase, llegaran agitadores de fuera o noticas de tierras prometidas fuera de su lugar, lo único que querían era permanecer en sus pueblos y aldeas, puesto que en ellos habían crecido y en ellos sus antepasados, por centenas de años, vivieron y murieron…”

 

Así que, lloviera o tronase, los mexicanos estaban empeñados en que se respetaran sus derechos, su antigüedad social, su historia y, sobre todo, su trascendencia como hombres de su tiempo y comprometidos con su futuro.

 

Como sin proponérselo, el planteamiento revolucionario tenía que ver con cambiar las cosas que se vivían, para ser más felices… para ya no ser tan pobres y para que sus hijos, y los hijos de sus hijos: nosotros, tuviéramos un mejor país en donde vivir y crecer y reproducirnos, sin sobresaltos, sin temores, sin topes a las libertades y sin tener que pedir permiso para decidir a nuestro gobierno: para eso hicieron todos ellos –o la mayoría- una Revolución.

 

Y hace cien años México estaba en plena guerra armada. El 3 de abril de 1914 la División del Norte que encabezaba Pancho Villa tomó la ciudad de Torreón; el 23 de junio la misma División del Norte en un ejercicio de alta estrategia militar, diseñada por Felipe Ángeles y más, tomaron Zacatecas; para el 4 y 8 de julio se llevó a cabo la Convención revolucionaria en Torreón, Coahuila, ahí estaban representantes del Ejército Constitucionalista y de la División del Norte…

 

El 8 de julio las tropas de Álvaro Obregón tomaron Guadalajara; el 15 de julio Victoriano Huerta renunció a la presidencia –una presidencia que nunca fue suya- y huyó del país; el 13 de agosto Obregón en representación del Ejército Constitucionalista firmó los tratados de Teoloyucan el 1 de octubre iniciaron las sesiones de la Convención Revolucionaria en la ciudad de México y dos meses después zapatistas y villistas entrarían al gran centro del poder mexicano: la ciudad de México, (de ahí las fotos de Villa en la silla presidencial que nunca quiso ni buscó y Zapata: ambos y más en Palacio Nacional…)

 

La gesta de muchos y las traiciones de otros se resumieron en un nuevo gobierno que habría de durar más de setenta años: un gobierno que institucionalizó a la revolución mexicana, pero cuyos afanes triunfantes olvidaron la razón de aquello. El gobierno se convirtió en otra dictadura, la de partido, la que no quería cambiar y por lo mismo aniquiló a la revolución. La dictadura presidencial cambió de forma a otra dictadura: la dictadura de los partidos políticos.

 

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Presidente Enrique Peña Nieto: Foto: Cuartoscuro

En el 2000 no había alternativa: todo cambió, para atrás: Doce años de locura y muerte fue el resultado de la alternancia a la que no estaba acostumbrada la oposición y no supo gobernar. En 2012 todo volvió a ser lo mismo: ganó Enrique Peña Nieto (PRI) la elección presidencial y el partido se hizo con gobiernos estatales y municipales, aunque esta vez compartiéndolos con los dos grandes partidos de dudosa oposición: PAN y PRD…

 

Los vicios que se acumularon en México desde antes del 2000 y que se incrementaron en los doce años de gobierno conservador derivaron en un cuerpo nacional enfermo: Violencia criminal casi incontenible, corrupción política y burocrática, enjuagues viciados entre políticos y crimen organizado; complicidades entre funcionarios de gobierno y delincuentes, líderes sindicales corruptos y junto a todo esto un panorama desolador de desempleo, pobreza, marginalidad, mala calidad en la educación y falta de reglas de justicia e igualdad en un gobierno nacional que se entiende mejor con el neoliberalismo que con lo social…

 

Hoy, después de 104 años podemos decir que los herederos de nuestros abuelos y abuelas revolucionarias estamos entregando malas cuentas a nuestros hijos. Les estamos entregando un país dañado y terrible; ajeno a ellos y sin perspectivas de solución desde las instituciones nacionales que no se han vestido de gloria frente a tantos desafíos de gobierno sin atención.

 

Hace 104 años “Vino el remolino y nos alevantó”, que dijera Mauricio Magdaleno; y entonces, como ahora la exigencia se repite: democracia, justicia social, justicia económica, justicia legal y hombres de Estado en el poder: ¿es mucho pedir?