En estas fechas de reflexión sobre el más allá, en las que invocamos a los seres queridos que ya no están con nosotros, se imponen dos bandas sonoras capaces de envolverlo todo en melancolía.

 

Por un lado tenemos el solemne Requiem de Mozart en honor a los santos y los fallecidos, por otro la inmortal Llorona, proveniente del Istmo de Tehuantepec, que desgarra el alma en pedacitos; ya ni sé si por su belleza o su carga dramática. Uno va navegando entre esas dos obras maestras convertidas en una especie de patrimonio de la humanidad que hoy se dan la mano por encima del Atlántico.

 

El 4 de diciembre de 1791, Mozart yace muy enfermo en su lecho y se pone a llorar al presenciar el último ensayo de su inconclusa opus magnum. “Esto lo escribí para mí mismo”- dice conmovido. Horas más tarde, el gran Amadeus muere.

 

La Llorona, este hermoso tema que viene de México y que todos hemos cantado en algún momento, a menudo le hace sombra a la famosa Misa de Réquiem, nacida en pleno corazón de Europa a finales del siglo XVIII. La música religiosa clásica convive en estos días con el célebre son oaxaqueño, que desde los tiempos de la Revolución Mexicana transmite lo más profundo del amor y del dolor.

 

“No sé qué tienen las flores, Llorona, las flores del camposanto…”.

 

La letra es intensa, y automáticamente nos lleva a la tan venerada mundialmente tradición mexicana del Día de Muertos con sus catrinas, calaveritas de azúcar, flor de cempasúchil, copal y papel picado de mil colores.

 

En Europa, la celebración del Día de los Difuntos no sabe a verbena; se impregna más bien de una espiritualidad seria y profunda construida en torno a la frase que Dios le dijo a Adán al correrlo del paraíso: “Polvo eres y en polvo te has de convertir”.

 

Y hablando de las cenizas, en Francia, donde el primer crematorio fue autorizado hace poco más de un siglo, se observa un aumento impresionante del número de incineraciones. Ahora ya 35% de los galos opta por la cremación (50% en las grandes ciudades), frente a 10% en 1994.

 

Resulta más barato que el entierro tradicional (no hay que pagar terreno ni la renta de la sepultura, tampoco la lápida o el mantenimiento de la tumba), y mucho menos complicado.

 

Sigamos bajando a lo terrenal. Si la muerte no tiene precio, sí tiene un costo de, al menos, cinco mil 500 dólares aquí en Francia. Se trata de uno de los grandes temas tabú en El Viejo Continente, un tabú rodeado por un negocio que mueve decenas de millones de billetes verdes al año.

 

Memento mori.