El peor de los escenarios, la peor de las conclusiones, ha llegado para Rusia a escasos 18 días de los Juegos Olímpicos. Hoy es más factible que nunca que toda la delegación de este país quede marginada de participar en el evento multideportivo. Debo decir que no lo creo, que suficiente y muy severo precedente marcaría la ausencia de exponentes rusos de pista y campo, pero que está más que abierta la posibilidad de no ver en absoluto la bandera rusa en Río de Janeiro 2016.

 

Un informe, el elaborado por el abogado canadiense Richard McLaren, que ha cimbrado al deporte de este país, no es sólo que las acusaciones hayan probado ser ciertas, sino que incluso son más alarmantes de lo especulado por una sencilla razón: por los diferentes escalafones y agencias de este gobierno implicados en el escándalo; ocultando dopajes positivos, reemplazando muestras de orina, orquestando planes para enmascarar sustancias ilegales (por ejemplo, disolviéndolas en whisky o vermut), repartiendo sobornos para que sus atletas no fueran atrapados. En la actualidad existe dopaje en todos los rincones del planeta; la diferencia de este caso es su sistematización y planificación a nivel político.

 

Esta historia comienza con el fracaso de la delegación rusa en los Olímpicos invernales de Vancouver 2010: apenas tres medallas de oro y la peor ubicación en el medallero para Juegos de verano o invierno (undécima), desde Estocolmo 1912, cuando la Rusia zarista ocupó la posición 16. Dos años después, en Londres 2012, se ratificó la crisis al finalizar en cuarto sitio general: la primera caída del top 3 en Juegos de verano, desde que la URSS quitó al olimpismo la definición burguesa y acudió a Helsinki 1952 (antes organizaba su propio festival atlético, la Espartaquiada).

 

Se aproximaban los Mundiales de atletismo de Moscú 2013 y los Juegos invernales de Sochi 2014, en los que Rusia tenía que recuperar la hegemonía en su propia casa, como también a escala geopolítica recuperaría de inmediato un rol medular e incluso amenazante. Fue conquistar el medallero en los dos eventos y, semanas después, tanto la adhesión de Crimea y Sebastopol a la Federación Rusa, como la intervención en el este de Ucrania.

 

Vladimir Putin ha pedido que no se politice el caso y ha vinculado el tema a las sanciones en contra de su régimen. Sin embargo, esto luce politizado de origen y desde Moscú mismo: no son particulares o privados, no son decisiones individuales de algún atleta, no es la federación de algún deporte determinado (como la de halterofilia en Bulgaria, expulsada de los tres últimos torneos olímpicos por su recurrente dopaje): es todo un sistema a proporciones no vistas desde la Guerra Fría y que remite, en específico, al de la extinta Alemania Democrática. Resultan expuestos el aparato de Inteligencia ruso, la Policía Secreta y el Ministerio del Deporte (encabezado por Vitaly Mutko, máximo responsable del próximo Mundial de futbol y de la Copa Confederaciones en unos meses).

 

Un caos político. Una regresión. Una vuelta a la Guerra Fría.

 

La URSS no acudió a Los Ángeles 1984 por decisión propia. Tres décadas después, Rusia está cerca de la marginación de Río 2016 y esta vez no será quien decida.

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