En las grandes urbes, los ciudadanos pasan poco tiempo en casa. En Londres, en Berlín, en Nueva York, en Los Ángeles, pese a lo complicado que es atravesarlas, todo invita a pasear por las calles, a poblar los parques, a sentarse en los cafés y restaurantes, a acodarse en los bares y entrar al teatro, a años luz del enclaustramiento suburbial –ese purgatorio que nos advierte que si nos portamos mal en esta vida, en la próxima nos puede tocar vivir en el campo, o sea el infierno–. Eso, que la gente se adueñe de las calles, que la vía pública se ciudadanice, es al mismo tiempo una buena estrategia y un buen síntoma. Una buena táctica porque hace las calles más seguras; porque nos vuelve conscientes del espacio común y se crea riqueza cultural; porque se activa la economía. Buen síntoma porque significa que la ciudadanía goza de un apoyo mínimo de las autoridades; que no todo es corrupción e ineficacia.

 

La CDMX no ha sido una excepción, aunque sí un caso raro. Por años, sus ciudadanos lucharon para adueñarse de las calles e impedir que terminaran de apropiarse de ellas el ambulantaje avalado por los mandamases políticos, la rapiña policiaca, el crimen organizado, y no tan organizado, que te asalta en el coche o vende drogas en tu bar o te cobra protección. Y triunfaron. Con infinitos problemas, sobre todo en los últimos dos o tres años, cuando confirmamos que sí hay crimen organizado, y nos recordamos vulnerables, y delegados incompetentes sembraron de obras y baches eternos las calles, ganaron. La fascinación que produce en los foráneos la vitalidad de colonias como la Roma, la Condesa, Polanco y, en menor medida, Coyoacán, la Juárez o la Del Valle, responde a ese triunfo.

 

Hoy, cuando se acerca el mes desde el sismo del 19 de septiembre, es imperativo volver a ocupar esos espacios. Es triste, doloroso, complicado. Se necesita fuerza para pasear o cenar o meterse al teatro entre edificios derruidos o cuarteados. La memoria duele, pero es imperativo. Hay mucho en juego: que se lo apropien sin remedio los delegados inescrupulosos, que cancelemos así nuestras posibilidades culturales, que se empoderen ambulantes y paracaidistas y franeleros. También, recordémoslo, que esos comerciantes y restauranteros y dueños de cafés y bares que crean empleos y mueven la economía, y que además, muchos, fueron solidarios y generosos durante los días de crisis más aguda luego del terremoto, se vean obligados a cerrar las puertas.

 

Esta columna es una invitación. Volvamos. Encontrémonos ahí.

 

 

 

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