Tuve insomnio, y habrán notado que el insomnio en ocasiones acarrea una forma extraña de la lucidez. Bien, pues fue en uno de esos momentos cuando me di cuenta de que tal vez la especie humana merezca la extinción.

 

Hay varias evidencias. La que me llevó a esta reflexión fue descubrir cómo un perro labrador era paseado de la manera más denigrante posible, la más ofensiva contra su dignidad: llevaba botitas tejidas. Es una actitud análoga a la de los que nos quieren convencer de que los leones son tiernísimos y de que a los toros de lidia les fascina que les rasquen la panza, representativas también de cómo hemos logrado extraer lo peor de nosotros a la hora de tratar con el reino animal.

 

Luego está el tofu, ese misterio de la gastronomía que consiste en crear algo totalmente insípido y dotarlo de una textura repugnante –aunque tal vez habría que hablar de la soya en general. Le siguen las botargas de Simi cuando bailan a la entrada de las farmacias-. También, casi cualquier versión de Despacito, particularmente la que patentó el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela (no me he atrevido a investigar si ésa también intentó ya bailarla o cantarla), y desde luego (para hablar de más candidatos a autócratas) el bronceado de Donald Trump, sobre todo en combinación con sus corbatas.

 

Cuando hay suerte, puedes encontrar un amigo con el que dialogar en las noches de insomnio. Ayer, la fortuna permitió que se asomara a las redes sociales el talentoso historiador Alejandro Rosas, que hizo aportaciones no menos importantes. La que me llevó a interpelarlo fue su idea de que ya no hay “temor de Dios”, motivada por la existencia de los “tacos de galleta Oreo”.

 

Destaco sólo otras dos, a falta de espacio: los espectáculos prehispánicos (espero que el “show de luz y sonido” ayude a ofrecerle un blanco fácil a las naves extraterrestres) y el pozole vegetariano. En el universo del culto prehispánico añado, por mi parte, la moda de los temascales, una tortura de transpiración colectiva y claustrofobia empeorada por la costumbre de entonar cánticos mientras te deshidratas, y los calendarios aztecas de plata. En el del paladar, al pulque: hay tradiciones que deben desaparecer.

 

Pero la razón definitiva para desear la extinción, de la nostalgia anticipada por un meteorito que acabe de una vez con todo esto, es de orden musical. Digamos que pueden perdonarse todos nuestros pecados, todas nuestras iniquidades. Que se olvidan, cristianamente. ¿Cómo perdonar las estudiantinas?

 

caem