Resulta paradójico que en un país indignado por los insultantes niveles de impunidad y corrupción, sea el propio Presidente de la República quien designe al encargado de investigar las supuestas irregularidades en torno a sus cuestionadas propiedades, así como de perseguir a los funcionarios públicos corruptos.

 

Después de poco más de tres meses de que saliera a la luz pública el escándalo de “La Casa Blanca” de Las Lomas, el titular del Ejecutivo designó al nuevo secretario de la Función Pública, situación que, allende las burlas por su ‘ya sé que (los reporteros) no aplauden’, se enmarca en la incredulidad de la opinión pública.

 

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¿Qué clase de mensaje manda el líder de un país que es cuestionado por actos de supuesta corrupción, al nombrar al ‘juez’ que lo investigará en el asunto de sus propiedades -y las de su esposa- sospechosamente adquiridas?

 

El anuncio de la designación de Virgilio Andrade como el garante del buen proceder en la administración pública se hizo 90 días después del inicio del escándalo de “La Casa Blanca”, cualquier mal pensado podría suponer que es un lapso suficiente para poner eliminar cochineros en torno al tema y dejar el escenario perfecto para que el primer mandatario deje constancia pública de su disposición para abonar a la transparencia de su investidura.

 

Pero no todo queda ahí, también la cúpula empresarial representada en el Consejo Coordinador Empresarial presentó su Código de Integridad y Ética Empresarial, un documento con principios sumamente básicos para combatir la corrupción en el ámbito de los negocios.

 

En este caso lo difícil no es enumerar lineamientos de ética, lo difícil es implementar esos conceptos en políticas institucionales con resultados medibles y auditables. La pregunta es ¿cuántas empresas afiliadas a las asociaciones que integran al CCE cumplen con este Código de Integridad como parte de un programa institucional formal?

 

Lo lógico sería pensar que todas y, que a su vez, existe un documento firmado por un auditor externo que certifica dicho cumplimiento. Esto sería un verdadero ejemplo empresarial de voluntad de cambio, de invitar a la sociedad a subirse a una iniciativa de buenas prácticas orientadas a combatir frontalmente la corrupción.

 

Tener una cúpula de empresarios enumerando lineamientos de ética de negocios sin que sus representados estén obligados a cumplirlos, resultaría tan lamentable como un funcionario público cuestionado por corrupción dispuesto a nombrar a su juez en nombre de la transparencia.

 

Hoy, ante la evidencia de la comunicación que corre en Internet y medios independientes, la opinión pública es quien evalúa -y confío en que castigue- a los grupos representados por funcionarios corruptos.

 

¿Por qué cuesta trabajo creer que la clase empresarial más encumbrada está verdaderamente dispuesta a comprometer millonarios contratos con el gobierno adoptando prácticas de ética empresarial? ¿Por qué cuesta trabajo creer que la clase política dejará de hacer fraudes y “chanchullos” para proteger sus intereses de poder?

 

¿Por qué en México la voluntad de cambio parece un asunto más de apariencia que de realidad?