Llega a mis manos el Alfabeto del racismo mexicano, segunda incursión del historiador Federico Navarrete en el tema anunciado en el título tras México racista. Una denuncia (2016). Bravo por la provocación. México es uno más de los países en los que el racismo es un tema que se barre de la mesa con demasiada facilidad, como un problema menor o en todo caso subsidiario del presunto verdadero problema de fondo, que según esa lógica sería, como critica acertadamente Navarrete, el clasismo.

 

Bravo también la idea, presente ya en la obra anterior, de abordar el asunto más con una vocación de ensayo, incluso de diatriba, que desde la voluntad digamos académica, que no contribuye a poner el tema en el candelero, a someterlo a debate. Que no ayuda, vamos, a patear el pesebre, como es la sana intención del autor.

 

Y bravo por la trabajada estructura de diccionario, que permite transitar de la coyuntura política al tratado sociológico, de la cotidianidad a la historia digamos remota, de la cultura popular a la llamada alta cultura, enfrentar –otra vez– a Octavio Paz y hacer una reflexión sobre nuestra manera de acercarnos a la población mexicana-americana, por ejemplo. Abundante, celebrable trabajo de unir piezas.

 

Otra cosa son las premisas y los resultados. Este libro, como el precedente, es una denuncia. Una denuncia que se abandona a sí misma. Navarrete está enojado o al menos trata de comunicarnos que lo está. Y se enreda. Se enreda cuando en las primeras páginas del libro habla de “élites blanqueadas”, sin mayores explicaciones. Notable: el libro destinado a ponernos frente a nuestras vergüenzas, debilidades y contradicciones, aparece de entrada con los dos pies, de plano, metidos en una categorización generalizadora claramente despectiva. Prejuiciosa. Tampoco creo que ayude a una discusión profunda descalificar la resistencia –perfectamente legítima– de los muchos vecinos chilangos, de clase media o no, a la extensión del ambulantaje, sobre el argumento de que lo hacen porque, a diferencia de los restauranteros de la Condesa, los puesteros son morenos y feos.

 

O disparar términos como “neoliberalismo” a manera de argumentos de autoridad a la inversa, como si todos debiéramos asumir que su uso significa la descalificación instantánea y sin antídoto de lo adjetivado.

 

Y es que la diatriba, la “denuncia”, géneros, sí, perfectamente legítimos cuando derivan de la conciencia y hasta de la indignación, desarrollan una enfermedad autoinmune cuando entran de lleno en el resentimiento.

 

aarl