Dos pilares propagandísticos desde los que tan minúsculo territorio saltó al mayor reconocimiento mundial: televisión y futbol.

 

 

Por ello no parece casual que ahora que Qatar ha sido bloqueada, sus vecinos pretendan atestarle golpes en esos específicos puntos: por un lado, la exigencia del cierre de la cadena Al-Jazeera, por otro el retiro de la sede mundialista de 2022.

 

 
Hasta antes de la Guerra del Golfo de 2003, la información había sido patrimonio de Occidente. Podían existir matices, cierta disparidad, incluso controversia, pero el rango editorial variaba poco (cuesta dimensionarlo en esta era de redes sociales y acceso a noticias a la carta). Durante aquella invasión de Irak, el mundo despertó a otro enfoque. Al-Jazeera no sólo incluía perspectivas contrastantes, sino que además lo efectuaba desde una espléndida producción, reforzada por ex corresponsales y personal técnico de la BBC.

 

 
Misma década en la que comenzamos a acostumbrarnos a ver, primero con extrañeza, luego con total naturalidad, que las aerolíneas del Golfo Pérsico patrocinaran el futbol. Fue en 2001, tres semanas antes de que Al-Jazeera informara desde Qatar sobre lo que acontecía en los atentados de las Torres Gemelas, cuando el Chelsea estrenó en su casaca la marca de Dubai, Fly Emirates.

 

 
Por esa época empezó el pulso entre Emirates y Qatar Airways por seducir a la FIFA, asumiendo que no existe escaparate mejor. El vicepresidente de mercadotecnia de Emirates, Boutros Boutros, explicaba: “El futbol sigue siendo la publicidad más barata si lo que deseas es visibilidad. Gastamos quince millones para la campaña con Jennifer Aniston y fue como lanzar un chícharo al océano. Con el Real Madrid tenemos 700 millones de personas que aman al equipo y a sus jugadores. Con el Arsenal tenemos a 500 millones”.

 

 
La familia real qatarí tomó nota y elevó la apuesta: primero, atrajo a glorias veteranas para que se retiraran en el emirato (Guardiola, Batistuta, Hierro, De Boer, Xavi); después, compró al París Saint Germain y le abrió fondos ilimitados; continuó al convencer al mejor Barça de que exhibiera Qatar Airways como primer patrocinador de su uniforme; consumado lo anterior, su mayor salto: quedarse con la Copa del Mundo 2022.

 

 
¿Ha valido la pena tamaña inversión económica? ¿Y qué con lo que socialmente ha supuesto tener el Mundial: debate internacional de sus políticas laborales, de su totalitarismo, de sus paradojas, de sus discriminaciones? Como respuesta, el gran experto en futbol de la región, James Dorsey, aseguraba en El País: “Es marketing, pero no en el sentido comercial, sino en términos de reputación, de soft power. La diplomacia ha evolucionado, ya no es del Ministerio de Exteriores de un país al de otro. Ahora es pública, es cultural. El futbol es una forma de llegar a toda una comunidad a la que, como país, nunca llegarías (…) no es solo un tema de reputación, sino parte de su estrategia de seguridad y defensa. Es un país minúsculo, situado entre Arabia Saudí e Irán, que son amenazas potenciales”.
La geopolítica sostenida sobre esas dos columnas de propaganda: una audiovisual con Al-Jazeera, la otra pasional con el Mundial.

 

 
Sólo entendiendo eso puede quedar tan claro por qué Saudiarabia exige que se cierre la cadena televisiva. No, no es sólo por dar voz al extremismo, aunque sin duda sea el caso. No lo es si se considera que la petición viene de un Estado que exige una práctica del islam incluso más recalcitrante.

 
Es, sobre todo, poder: el de la voz y el del balón.
Twitter/albertolati

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