Todo lo que hago es político: mi trabajo, mis escritos, mis opiniones. Esto hago y creo que lo haré hasta que muera –por ancianidad, de preferencia– porque me hace feliz. Pero todo apasionado sabe que la cercanía suele “pixelear” aquello que alimenta su entusiasmo, porque conocer realmente algo es entender sus fallas y aún así buscar el “cómo sí”.

 

 

El astrofísico sabe bien las limitaciones con las que carga su materia, pero también entiende que ésta avanzará en la medida que él camine, ya que el potencial se mide con respecto a la última marca. Lo mismo ocurre con la política: ésta falla en la medida en que nosotros fallamos, pero avanza en relación a su uso efectivo como sustituto de la arbitrariedad.

 

 

Si estalla un brote de represión tras semanas de tensiones escaladas, no fue la política tropezando; fueron las personas –o los gobiernos– cuya paciencia no resultó inagotable. Hablar de lo malo es hablar de lo mejorable, así que siempre habrá una justificación tanto moral como práctica para hacerlo.

 

 

La política, como búsqueda de la gestión de la autoridad, cree que sus alcances no requieren límites porque ésta se ajusta a las realidades y no al revés. Así suele comportarse en condiciones normales; sin embargo, cuando uno cree que sí puede ser al revés cae en una alucinación que revela una de las peores caras de la política: la sobreregulación.

 

 

No hablo de esa visión distópica de un gobierno tratando de extinguir la espontaneidad de la vida; tampoco escribo desde la típica diatriba ultraliberal de nula intervención del Estado. Para explicar mejor mi punto, retomo una triste anécdota que abordó el diario El País en una nota titulada: “Cuando políticos de EE. UU. decidieron que el número pi era 3,2”.

 

 

Pi es un número irracional –no puede representarse como fracción exacta de dos enteros, razón por la que se extiende al infinito–, que expresa el resultado de dividir la longitud de la circunferencia y del diámetro. En su manifestación decimal, pi se utiliza como 3,1415926535… pero, como ya mencioné, esto no convencía a todos.

 

 

En 1897, legisladores estatales de Indiana, Estados Unidos, aprobaron por 67 a 0 que el nuevo valor de pi era exactamente 3,2. Esto debido a que un médico de nombre Edward Johnston Goodwin cabildeó su “descubrimiento” con un legislador, quien presentó la iniciativa. Esto, por supuesto, contravenía casi 4 mil años de matemáticas y era una atrocidad para la comunidad académica.

 

 

La medida requería, en un segundo tiempo, la aprobación del senado local de Indiana. Un matemático llamado Clarence Abiathar Waldo –jefe del área en la universidad de Purdue–, de visita en dicha cámara en busca de mayor presupuesto para su plantel, se enteró de esta barbaridad y ese mismo día se dio a la tarea de explicarla a los senadores. Triunfó la razón y el intento por decretar “verdades” afortunadamente quedó ahí, a medio camino.

 

 

Soy un fiel creyente de algunas regulaciones por parte del Estado. Pero este artículo no debe ser visto desde un óptica ideológica de “más o menos intervención”. Es un mero recordatorio de que en manos inexpertas –o la pesadilla de Lippmann: manos que no toman en cuenta a los expertos, como es el caso de Trump y el calentamiento global-– el autoritarismo que brota de la política va más allá del uso desmedido de la fuerza; más bien entra a patadas al campo de las ideas, cosa mucho más grave con el tiempo. La arrogancia y un engañoso sentido del deber son dos cosas que los políticos debemos erradicar si queremos ser menos odiados por la gente.

 

 

@AlonsoTamez