La pequeña ciudad medieval italiana de Orvieto, desde hace quince años emblema del movimiento Ciudad Slow (ciudad lenta), promueve un concepto urbanístico basado en la vida sin prisa, lejos del ruido y la contaminación, y rechaza ser considerado como una mera utopía.

 

Ciudad Slow está directamente inspirado en el movimiento ecogastronómico Slow Food, nacido en Italia como respuesta a la proliferación de “fast food” o comida rápida de las grandes trasnacionales, que supone una amenaza a las cocinas tradicionales e impone una vida a contrarreloj.

 

Usa como logo un caracol, para invitar a la gente a tomar las cosas con calma.

 

“Cuando todo a nuestro alrededor nos invita a vivir a toda velocidad, el movimiento slow es una opción para aquellos que se preguntan si realmente vale la pena vivir al ritmo del tic-tac del reloj en una ciudad que nunca duerme”, proclama el movimiento.

 

Orvieto, una joya de 21.000 almas, encaramada en un barranco entre las verdes colinas de Umbría, en el centro de Italia, es la vitrina y la sede del movimiento fundado en 1999.

 

En medio de la neblina del invierno, el ritmo que predomina en el casco histórico resulta tranquilo para el visitante, como en la mayoría de los apacibles pueblos italianos.

 

Pero si se observa mejor, las basuras están bien administradas, el transporte público funciona y sobre todo los niños emplean el “pedibus” para ir a la escuela, es decir caminan en grupo a horas fijas siguiendo un recorrido previamente establecido.

 

Preservar identidad, cultura y patrimonio

 

Para estimular un desarrollo diferente que preserve identidad, cultura y patrimonio se impulsa también la creación de huertos propios para una alimentación más sana, autóctona y menos industrializada y se valora la vida social en los mercados de barrio.

 

A los turistas se les ruega dejar sus automóviles en un aparcamiento fuera de las murallas y se les facilita el acceso con un ascensor construido en la roca y una escalera mecánica montada sobre el antiguo acueducto romano.

 

“Es una ciudad a medida humana”, sostiene Luciano Sabottini, un bombero que sube a la empinada punta de la roca en funicular.

 

“Los medios de transporte han mejorado, se presta más atención a la alimentación. La gente que viene de grandes ciudades, como Roma y Milán, regresa descansada, tranquila”, comenta.

 

Para el alcalde Antonio Concina, administrar una ciudad “slow”, que respeta los compromisos del manifiesto del movimiento, no es “nada difícil ni extraño”.

 

“No se trata de frenar el progreso”, puntualiza.

 

Después de quince años, los habitantes se han acostumbrado a respetar las reglas de la “ciudad lenta” que, según recuerda, “no son obligatorias”.

 

Para que una ciudad sea certificada con el logo de Cittaslow debe tener menos de 50.000 habitantes, no ser una capital y cumplir criterios como el de no usar semillas genéticamente modificadas en sus comidas, reducir el ruido y la luz, cuidar los árboles, fomentar productos locales y ser hospitalaria.

 

Pijao, en Colombia, primer pueblo slow de América Latina

 

Unas 183 ciudades adhieren al movimiento en 28 países, entre ellos Italia, Australia, España y Turquía.

 

La primera ciudad de América Latina que va a formar parte del movimiento será Pijao, en Colombia, que recibirá la certificación a finales de este año.

 

“Cittaslow significa para nosotros combinar lo mejor del pasado con lo mejor de la modernidad, como por ejemplo usar alta tecnología para ofrecer mejores servicios para todos”, sostiene Pier Giorgio Oliveti, director del movimiento.

 

“Es una forma de contracultura y por eso podría ser entendido como una utopía, pero no lo es”, dice.

 

La definición de “bienestar” es compleja y cada ciudad tiene su propia receta, reconoce Oliveti.

 

“Hay que valorizar lo que uno es, lo que se tiene, evitar la autodestrucción, pensar a las nuevas generaciones. Es una enseñanza universal y un antídoto contra la globalización negativa”, asegura.

 

Poco industrializada, meta de turistas por su espectacular catedral, Orvieto está haciendo un esfuerzo para defender a sus artesanos, pese a la crisis que azota a Italia.

 

Para Gaia Ricetti, de 31 años, descendiente de una dinastía de ebanistas que emplea maderas que deja madurar por cinco años, formar parte del movimiento era algo natural.

 

“No tendríamos un nivel de calidad tan alto si no contáramos con un tiempo largo” para mejorar el material, afirma.

 

Para que Cittaslow crezca y tenga tanta influencia como Slow Food -el movimiento que defiende el placer de comer sano- surgió la idea de involucrar a grandes ciudades, como Barcelona.

 

La idea es crear una red de “islas” Cittaslow dentro de la metrópolis, un verdadero desafío para salvar el “buen vivir”, la vida sin prisa y declarar guerra al reloj.