El presidente Enrique Peña Nieto admitió ayer en una entrevista con el diario británico Financial Times que los mexicanos no confían en su gobierno y que esta desconfianza se ha traducido en sospecha y duda.

 

La declaración del Presidente ratifica lo que ya dijo la semana pasada su secretario de Hacienda -por cierto al mismo diario inglés- en relación a la desconfianza como el principal problema que enfrenta el gobierno.

 

Así que por lo visto los dos hombres que aún tienen mayor poder de decisión en el actual gobierno reconocen y están de acuerdo en que tienen un serio problema de credibilidad ante los ciudadanos. Podríamos decir que este reconocimiento del problema es el primer paso del gobierno para enmendar el camino, como ocurre con quienes padecen de la enfermedad del alcoholismo y que para iniciar su largo proceso de recuperación deben admitir su condición de alcohólicos.

 

Sin embargo en la política este ‘reconocimiento’ en el discurso del problema no necesariamente conduce a decisiones que corrijan los problemas que apuntan y que busquen soluciones de fondo para enderezar el barco. La razón es que –ante una debilidad institucional casi generalizada que debilita los contrapesos en el ejercicio del poder- estas decisiones siguen en la esfera de la voluntad del ‘príncipe’ y de su grupo. En todo caso las consecuencias sobre su real inacción son, en este contexto de control de las instituciones, bastante limitadas.

 

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El caso es que mientras que Videgaray y Peña Nieto reconocían ante el Financial Times –el diario favorito del sexenio y uno de los que más presionó para la apertura petrolera- la pérdida de confianza ciudadana en su gobierno; simultáneamente César Camacho, el líder de su partido, daba a conocer una lista de candidatos a diputados plurinominales que ratifica las prácticas de la vieja política basada en el reparto del poder entre cuates, sin ningún asomo de cambio. El entierro de lo que quiso llamarse el ‘nuevo PRI’.

 

Y es que la reiteración en el reconocimiento de la desconfianza por parte del Presidente y de su hombre más poderoso en el gobierno, ha sido un ‘mea culpa’ para buscar cambiar la percepción de la prensa extranjera, aunque hacia adentro nada o muy poco ha cambiado.

 

Será un empleado del Presidente quien lo investigue por el llamado caso ‘Casa Blanca’, la nueva fiscal será una incondicional suya y cercana a la poderosa Televisa y ya se perfilan tres nuevos ministros de la Suprema Corte con una fuerte afinidad hacia la Presidencia y con un escaso e insuficiente cuestionamiento del Congreso como para detener estos nombramientos.

 

A la vez desde la oficina jurídica del Presidente se sigue negociando en el Congreso el surgimiento de una ley de transparencia amordazada y un sistema nacional anticorrupción con algunas limitantes para llegar a fondo en la vigilancia y sanción de los funcionarios del sector público, de la clase política o de los empresarios relacionados con la corrupción en el uso de los recursos públicos.

 

Abundan las evidencias sobre la tibieza o nulidad efectiva de aquellas declaraciones sobre restaurar la confianza ciudadana.

 

La estrategia de la Presidencia se ha enfocado en contrarrestar en el exterior, como al inicio del gobierno, la percepción de corrupción que existe sobre el país a base del reconocimiento del problema, pero sin adoptar acciones contundentes. Se busca validar esta intención del gobierno con resultados favorables en las elecciones intermedias, con la aprobación de la ley de transparencia y la creación de un sistema nacional anticorrupción.

 

Pero además esta estrategia se complementa con la apuesta por una disminución de la insatisfacción ciudadana y una mejoría en la confianza a partir de un repunte en el crecimiento económico en los próximos meses impulsado por el sector exportador y por las primeras inversiones anunciadas en el sector energético.

 

La estrategia sigue siendo la misma desde que arrancó el sexenio. Es una estrategia que busca incidir en las percepciones manteniendo en la práctica el estado de las cosas sin alterarlas. Un gobierno comprometido con que nada cambie a fondo.