Este próximo sábado Enrique Peña Nieto cumplirá su primer año de gobierno. Con este primer aniversario vendrá un verdadero aluvión de evaluaciones y de balances sobre la gestión del nuevo gobierno priista en el terreno de lo político, de lo diplomático, del ámbito social y de los resultados económicos.

 

Se puede adelantar que la realidad con la que se enfrentó el gobierno, ha sido mucho más complicada para Peña Nieto y para su equipo que lo que habían anticipado, incluso festivamente, durante los días previos a la toma del gobierno y los primeros días de ejercicio en el poder. Allí están los resultados de una economía maltrecha durante buena parte del año, como una de las muestras de esa dura realidad inesperada.

 

Pero también se dirá que el Pacto por México ha sido uno de los grandes logros de concertación política labrada por el gobierno peñista que abrió el espacio para las tan necesarias coincidencias entre los principales partidos marcando la ruta para las aún inacabadas reformas.

 

Pero quizá -por lo visto en estos primeros doce meses de ejercicio del poder- el rasgo que comienza a distinguir al gobierno de Peña Nieto en cuanto a su concepción política-económica es la prevalencia de un Estado ‘dirigista’, ese sistema en el que el Estado asume un rol de coordinación y patrocinio de las actividades económicas, con un guiño al estado benefactor y, a la vez, controlador y centralista de las decisiones económicas estratégicas. Un capitalismo de Estado.

 

Así, durante el primer año del gobierno de Peña Nieto ha quedado claro que el Estado en México viene por más, bajo el argumento de que los gobiernos panistas dejaron que los grandes capitales privados se apropien de decisiones que solo le competen al Estado, entendido éste –prácticamente- como aquel espacio limitado al gobierno en turno y a la clase política.

 

Es por eso que en la más reciente discusión en el Congreso sobre las finanzas públicas, tanto el gobierno como la clase política del país –‘el Estado’- no aprobaron nada que tuviera que ver con adelgazar y hacer más eficiente y transparente el gasto público y la burocracia que de ella se beneficia. Por el contrario, el gasto público –para desgracia de los ciudadanos- seguirá creciendo a una tasa tres veces superior al crecimiento anual de la economía alentada por un mayor contratación de deuda, mientras que el gasto corriente y las partidas opacas seguirán creciendo y ejerciéndose sin los necesarios contrapesos. Todo ello fue aprobado por más del 90% de los diputados de los principales partidos políticos del país.

 

Mientras tanto el gobierno federal –a través de la secretaría de Hacienda- ha acrecentado su fuerza de control y de negociación política sobre los crecientes recursos presupuestales aprobados. Allí está el nuevo fondo de capitalidad por 3 mil millones de pesos que se negoció con el gobierno del Distrito Federal. O la enorme bolsa de salarios para los maestros que laboran en todos los estados y municipios del país y que, a partir de enero próximo, entregará quincena a quincena la propia secretaría de Hacienda. O los cambios legales y reglamentarios en materia de deuda pública de estados y municipios que solo refuerza el poder de negociación de Hacienda frente a los gobiernos locales. Y ni qué decir de la discrecionalidad con la que se entregan recursos públicos a sujetos privados por intereses políticos, como los 400 millones de pesos cedidos a la Cooperativa Pascual, o los acuerdos para que los gobiernos estatales no enteren a la tesorería federal el ISR retenido a sus empleados.

 

Más Estado con más control, es el signo distintivo del primer año de Peña Nieto. El Estado ‘dirigista’ que se deja ver por igual en la reforma financiera, que en la llamada reforma fiscal.

 

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