“Los países mejoran cuando ponen en marcha instituciones políticas adecuadas que favorecen el crecimiento, pero que fracasan (a menudo, estrepitosamente) cuando dichas instituciones se anquilosan o no logran adaptarse a los tiempos cambiantes. En todo momento y lugar, las personas poderosas siempre procuran hacerse con el control total del gobierno, menoscabando el progreso social a favor de su propia codicia. Ejerza un férreo control sobre estas personas mediante una democracia efectiva o vea como fracasa su país”.

 

Las palabras anteriores son de Simon H. Johnson y deberían esculpirse en piedra a la entrada del Paseo de la Reforma, en el ombligo de la capital, para que no se olvide la tarea que aún sigue pendiente en México. Johnson es un economista británico, profesor de la escuela de Negocios del afamado Massachusets Institute of Technology, y escribió estas palabras a propósito del libro de James Robinson y Daron Acemoglu, “¿Por qué fracasan los países?”, un texto de 2012 pero que merece repasarse a conciencia en estos tiempos.

 

Johnson, Robinson y Acemoglu sólo recuerdan lo que ya se ha experimentado hasta el cansancio en las últimas décadas en la mayoría de las naciones latinoamericanas: que intentar construir economías exitosas en el largo plazo sobre arenas institucionales anquilosadas y movedizas, sólo trae consigo fracaso y desilusión.

 

Ayer, leyendo la edición impresa del diario español El País me topé con esta nota escrita por Carla Jiménez desde Sao Paulo: “Hubo un tiempo en el que el principal problema del Gobierno de Dilma Rousseff era controlar la inflación o intentar explicar que la recesión técnica, detectada en el segundo trimestre de este año, no se convertiría en una recesión de facto. Después de llegar ayer a Brasil desde la reunión del G-20 en Brisbane (Australia), le toca ahora a la presidenta enfrentarse a un país perplejo por las investigaciones de la Operación Lava Jato, por la que fueron detenidos 10 ejecutivos el pasado viernes y que culminó con la incautación de documentos en diversas empresas que tienen negocios con Petrobras. Se trata de un hecho inédito en un país donde, hasta hace poco, sólo se arrestaba a ‘negros, pobres y putas’, según dijo ayer Rodrigo Janot, procurador general de la República, en una entrevista en Folha de Sao Paulo. El país, que ahora pone a prueba sus instituciones, todavía está digiriendo esta nueva fase de la investigación. Por ahora, Rousseff intenta mostrarse tranquila ante las noticias de corrupción en Petrobras”.

 

Esto está ocurriendo en Brasil según reporta El País y ha puesto en un serio predicamento de credibilidad al gobierno y a la propia presidenta Dilma Rousseff que está metida en un vendaval político por la extendida corrupción y el tráfico de influencias a escasos días de haber sido reelecta para un segundo periodo de gobierno.

 

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Pero a siete mil kilómetros de distancia, las cosas no son muy distintas en Los Pinos. Aquella nota de El País pudo haberse escrito sobre México y sobre el presidente Enrique Peña Nieto con sólo modificar los nombres propios.

 

Ya el discurso de la estabilidad económica no convence como lo hizo en los años recientes. Ni siquiera el emprendimiento de unas reformas legales que le darían al futuro económico un nuevo rostro, de mayor atractivo y empuje para las inversiones privadas, para la generación de empleos y salarios en mejores condiciones,

 

Pero sólo bastaron unas cuantas semanas y un puñado de hechos inolvidables para que el brillo reformista del sexenio se empañara. En medio de la evidente crisis política que se vive, ayer el Presidente puso sobre la mesa -por vez primera- la existencia de un “interés por generar desestabilización”. Su respuesta a ese diagnóstico determinará el rumbo de su gobierno.

 

Los cambios económicos están allí, pero -como decía Simon Johnson- hace falta democracia efectiva, instituciones políticas y judiciales confiables, que los sustenten y les den viabilidad. Más allá del enojo presidencial se esperan decisiones y acciones concretas. Verdaderos golpes de timón.