Los criminales han secuestrado el poder público en México, producto del sometimiento y la rendición de las instituciones políticas, de los partidos, de los congresos y de muchos de los gobiernos locales. Guerrero y Michoacán son la brutal expresión de una realidad que hace unos cuantos años creíamos lejana.

 

Las máscaras del discurso público intentaron disfrazar una realidad que no aguanta. Que en Iguala explotó con toda su vileza; con organizaciones criminales que se hicieron gobierno para sembrar el terror desde la silla del poder político. Para matar a los opositores, vestidos de policías y con las armas del Estado.

 

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Las respuestas del gobernador de Guerrero, tan brutales en sus expresiones como los hechos, eran esperadas de un político de su naturaleza. Pero la tardanza del presidente Peña Nieto en responder a la barbarie del crimen ha avivado la llama de la crisis cuestionando -dentro y fuera de México- sus capacidades políticas mostradas con las reformas en los primeros 18 meses de su gobierno.

 

En su apresurada respuesta, y después de mucho esperar, el Presidente admitió ante los gobernadores el pasado viernes que el crimen estaba gobernando pedazos del territorio cuando dijo que era inadmisible que hubiera en el país gobernantes coludidos con criminales. Responsabilidades compartidas.

 

Y es que Iguala ha encuerado la realidad institucional del país. Ya no se trata solo de hablar de “inseguridad pública” como el mayor riesgo para la economía que identificaron los empresarios y analistas en la más reciente encuesta mensual que realizó el Banco de México. Ahora estamos frente a la depravación de la política: De criminales vestidos de políticos, de legisladores, de alcaldes o de gobernadores; dirigen las policías locales, extorsionan y asesinan por igual en Tamaulipas, que en el Estado de México o en Guerrero. La “colombianización” de la vida pública que -al igual que ocurrió en el país sudamericano en su momento- puede dañar severamente la marcha de la economía y cuestionar el futuro de las inversiones en amplias zonas del territorio nacional.

 

Ayer el ex subgobernador del Banco de México, Everardo Elizondo, reseñando el más reciente libro de Francis Fukuyama en su columna del diario Reforma (The Origins of Political Order: From Prehuman Times to the French Revolution), traía a la memoria la importancia de un balance estable para cualquier democracia liberal moderna de tres instituciones indispensables: El Estado, el imperio de la ley y el gobierno responsable. Tres instituciones que en México se han extraviado y que ahora vivimos las consecuencias descarnadas y horribles de ese extravío.

 

Dice Elizondo atinadamente, “la lista misma ya insinúa la importancia del análisis para el caso mexicano actual, dado que tres de las quejas más frecuentes sobre la situación política son, precisamente, la debilidad del Estado frente a varios poderes que lo desafían, la falta de un pleno Estado de Derecho y la insuficiente rendición de cuentas por parte de los gobernantes”.

 

Hacer un alto para dar un giro de 180 grados en instituciones indispensables como el cumplimiento de la ley o la rendición de cuentas de los gobiernos, es un asunto de sobrevivencia para la credibilidad del gobierno de Enrique Peña Nieto, después de presentarse ante los ojos del mundo como el gran reformador de México. Eso creeríamos después de que Iguala se ha convertido en México ante el mundo.

 

Cerrar los ojos ante la brutal realidad de la política secuestrada por el crimen y pensar que ello no alcanzará a la vida económica de amplias regiones del país, es la crónica de un fracaso anunciado. Al negar estos impactos, el gobernador Carstens se equivoca.

 

El gobierno y los organismos púbicos han difundido -erróneamente- la idea de que las reformas por sí solas son una receta mágica que van a generar crecimiento económico en el largo plazo. Ayer Guy Ryder, el secretario de la Organización Internacional del Trabajo, lo desmintió desde Lima.

 

Y es que los factores institucionales -como los que apunta Fukuyama- son claves para la generación de confianza de largo plazo entre los inversionistas, vengan de donde vengan. Sin ello, el crecimiento sustentable es una falacia.

 

La crisis institucional que vive México ha puesto en entredicho las grandes reformas de Peña Nieto.